n Ofrecieron el primer recital de Raíces gitanas
Intenso y gallardo, el flamenco de Rancapino y El Güito
Angel Vargas n La verdad sabe a sangre, a sucesión interminable de alegrías y de tristezas.
Tal hicieron discurrir con su duende flamenco Alonso Núñez, Rancapino, y Eduardo Serrano, El Güito, en la primera de sus tres presentaciones en el quinceañero Festival del Centro Histórico de la ciudad de México.
Al sentir penetrar en el ánimo los profundos quejíos del cante jondo del primero y embriagarse con los pintureros movimientos del baile del segundo, el espíritu despierta del cómodo letargo de transitar por los días sin más ambición que la de seguir viviendo, cotidianidad insípida.
La noche del viernes pasado el teatro Metropólitan, más allá de verse nutrido por un numeroso contigente de la colonia española en nuestro país y, en su mayoría, de gente nice con fragancias de marca y ropas ídem, fue testigo de lo auténtico, del quehacer puro de la vena gitana en la que el sentimiento se impone a la técnica.
Precisamente, Raíces gitanas es el nombre del espectáculo que este par de artistas ibéricos traen al antiguo territorio tenochca. Con duración de poco más de 100 minutos, está dividido en dos partes: la primera, dominada por el baile, y la segunda, por el cante.
La velada se erigió de verdad, de ortodoxa expresión del flamenco, arte densamente brillante que canta y danza a la felicidad y a la pena con desparpajadas sensualidad y altivez.
Integrada por Manuela Heredia y seis bailaores más, correspondió a la compañía de El Güito abrir el programa. Con los compases y ritmos de dos guitarras, una flauta y las voces de tres cantaores, la policromía erótica del baile irrumpió.
A veces hierro candente que tortura y otras piel húmeda que seduce, el quehacer de Serrano, Heredia y el resto de la agrupación se caracterizó por dejarle la responsabilidad de la expresión a los brazos y a las manos, y no al incesante y poderoso taconeo que distingue a los bailaores de la nueva ola, como Joaquín Cortés o Antonio Canales.
Con movimientos que se sucedieron de lo cadencioso a lo agresivo, El Güito, gallardo, provocó que del público se desprendiera varias veces el grito de šolé! Sus manos esbozaron en el aire la textura de la pasión, la fugacidad de una sonrisa y el filo de un lamento.
Tras 15 minutos de receso, Alonso Núñez, Rancapino, abrió la segunda y última parte del espectáculo. Durante las seis piezas que interpretó fue guiado por el guitarrista Fernando Moreno, quien con su instrumento contó la vida de una mujer hechizada de amor, que lo mismo sufre que goza.
El de Rancapino fue un cantar proveniente de lo más profundo, un llamado al sentir. Con su ronca voz, recreó matices graves y agudos de soleás, alegrías, tangos, malagueñas y bulerías.
No tuvo limítes para provocar al espíritu, pues su canto brindó caricias, pero también rechazos y golpes. De la incitación a los olés pasaba a los silencios expectantes, cual torero gitano.
Para cerrar su participación, hizo un pequeño homenaje a "ese gran poeta" que es José Alfredo Jiménez, en cante jondo entonó algunas estrofas de Serenata Huasteca. Al término de la pieza dejó el escenario, mientras una cerrada ovación lo despedía.
Ya para ese entonces, lo auténtico se mezclaba con la sangre, para que al concluir Raíces gitanas dejara su sabor en el paladar.
(Luego de haberse realizado anoche en la Biblioteca Nacional de la Educación, este espectáculo tendrá su última función hoy, a las 20:00 horas, en la plaza de Santo Domingo).