El grupo tecnocrático que llegó al gobierno hace 17 años con el apoyo incondicional del PRI ha gobernado al país con enfoques gerenciales y a toda costa se quiere salir con la suya, la de convertirlo en una especie de enorme sociedad anónima, en la cual unos cientos de empresarios nativos y extranjeros sean los propietarios, con el poder real en sus manos además de las utilidades de toda empresa y millones de mexicanas y mexicanos sus asalariados.
Debe reconocerse: han avanzado considerablemente hacia esa meta del capitalismo neoliberal de este fin de siglo. Todo se ha hecho, naturalmente, a nombre de los intereses de México y con la promesa de bienestar para la mayoría, siempre diferido para un futuro indefinido. Su plataforma ideológica es el supuesto de la superioridad en eficiencia de la empresa privada sobre la empresa pública, la apología del libre mercado y consecuentemente el rechazo a cualquier intervención del Estado en los procesos económicos. Hasta la fecha, sin embargo, no se han demostrado las bondades del libre mercado y por el contrario casi veinte años después de haberse iniciado esas reformas estructurales, sus resultados sociales son en verdad desastrosos para la inmensa mayoría del pueblo mexicano: más pobreza, más desempleo, menos oportunidades, empeoramiento de la calidad de la vida. Siguen además las crisis y se ha perdido soberanía, pues cuestiones fundamentales del rumbo económico y de la suerte de los mexicanos se deciden más allá de las fronteras nacionales.
Privatizar todo es la obsesión, la meta de este grupo ahora encabezado por el doctor Zedillo. Privatizar, no por necesidad económicas sino por dogmas ideológicos e intereses políticos. Lo mismo plantas siderúrgicas, minas, puertos, carreteras, teléfonos, la empresas ferroviarias que los bancos y los fondos de ahorro de los trabajadores, para constituir las Afores, el gran negocio privado de este fin de siglo. Puede iniciarse un largo proceso de privatización de la universidad pública.
Casi todas las empresas del sector público, que en el pasado fueron componente de la economía mixta y sirvieron para atenuar la voracidad natural de los empresarios privados, fueron ya rematadas. Pero como los propietarios privados ni son tan eficientes como afirma la ideología ni tan honrados como quieren aparentar, el Estado ha tenido que intervenir para salvarlos con frecuencia. Ejemplo, el salvamento de la banca, cuyo pasivos por acuerdo del PRI y del PAN en la Cámara de Diputados pagarán los contribuyentes en los próximos decenios.
Al iniciarse la fiebre privatizadora se afirmó su necesidad porque el Estado no debía distraer recursos indispensables para combatir la pobreza. Ya se vendieron la mayor parte de la empresas públicas, ya se gastó el dinero de su venta, pero la pobreza se ha extendido a límites sin precedentes.
Hoy el gobierno, con el apoyo del PAN y de sus incondicionales del PRI, se dispone a privatizar la industria eléctrica, uno de los pilares estratégicos de nuestra soberanía. Pero uno a uno, todos los argumentos del Presidente y del señor Luis Téllez para justificar su urgencia de entregar a manos privadas esta industria, han sido refutados por numerosos especialistas, quienes han evidenciado la inconsistencia de la propuesta gubernamental. Y por primera vez en 17 años de dominación tecnocrática la propuesta de privatizar ha topado con una amplia y consistente oposición. Se oponen desde radicales de izquierda y el EZLN hasta demócratas nacionalistas del PRI, incluso algunos panistas. Y naturalmente los trabajadores del Sindicato Mexicano de Electricistas.
El SME ocupa un lugar central en la resistencia a esta iniciativa presidencial. Y cuando menos por lo que se refiere a este sindicato no ocurrirá lo que en la venta de las empresas ferroviarias. En ese caso la dirección sindical sacrificó a decenas de miles de trabajadores, acabó con el contrato colectivo e hizo todo lo necesario para que el gobierno pudiera ofrecer las empresas limpias de problemas laborales.
No se ha dicho la última palabra sobre la privatización de la industria eléctrica pero son indudables los empeños de Zedillo por alcanzar su ambiciosa, absurda e irrealizable meta de convertir a México en una sociedad anónima.
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