Luis González Souza
Coalición por México

¿Tendremos que esperar hasta el año 2010 para que, cumplidos cien años exactos de la revolución mexicana, México vuelva a contar con una esperanza de progreso? ¿Podremos esperar ese tiempo? ¿Será inevitable otra gran revolución armada a fin de que en México se produzcan los cambios que tarde o temprano tendrían que producirse?

La estabilidad tan preciada de México: ¿cuántas crisis más aguantará con su comprobada secuela de mayor enriquecimiento para pocos y mayor pobreza para muchos? ¿Cuántos fraudes más aguantará, sean burocrático-financieros como el Fobaproa o electorales como el reciente en Guerrero, para no hablar del macrofraude de 1988? ¿Cuánto autoritarismo y cuantas insurrecciones más aguantará? Más aún, ¿podemos hoy seguir hablando de un México estable? Ni siquiera los más pragmáticos pueden eludir las definiciones que reclama este tiempo mexicano. ¿Cuánta corrupción y cuántos derroches puede aguantar todavía la economía del país?

En fin, ¿cuánto tiempo más podrá transitar México en el laberinto de la globalización sin un proyecto de nación? ¿En cuántas partes se encuentra fracturado ya nuestro país? ¿De plano ya ganó el proyecto de malbaratarlo pedazo a pedazo, es decir, el proyecto de no-nación en manos de los gobernantes (sic) modernizadores (doble sic)?

La respuesta a preguntas como esas es lo que pondrán en juego las elecciones del año 2000. Tal vez por ello son elecciones muy adelantadas. Pareciera que ya ni siquiera hay tiempo para esperar ese año casi mítico. Los síntomas de descomposición --política, económica, social e inclusive moral-- son tan evidentes como insoportables. Con creciente frecuencia estallan grandes problemas como la pretendida privatización de la industria eléctrica y las cuotas en la UNAM, por citar sólo los más recientes. Y cada vez son más los grupos que llegan al extremo del levantamiento armado (dos más esta semana).

Así, si llegan a realizarse, las elecciones del 2000 se perfilan como la última llamada para evitar la pulverización de México, lo mismo que para dejar a un lado ambiciones partidistas y personales. Si esas elecciones no sirven para abrir paso a los cambios requeridos; si después de ellas, México sigue en el tobogán del viejo régimen, entonces sí, que Dios nos agarre confesados. Nadie está obligado a vivir eternamente en el purgatorio del autoritarismo y el atraso. Y México ya ha vivido ahí demasiado tiempo (unas veinte series de penales, por lo menos).

Es ésta, pues, una hora de definiciones y alineamientos históricos como los que se dieron el siglo pasado entre liberales y conservadores, o entre centralistas y federalistas. Es urgente que se definan y agrupen no sólo quienes en verdad quieren un México democrático sino, también, quienes simplemente quieren un México. Sólo coaligando toda su fuerza es posible imaginar el renacimiento de México. No hay tiempo para engaños. El viejo régimen no ha muerto ni morirá sin duras y hasta salvajes resistencias.

Por todo eso es muy importante la iniciativa de Cuauhtémoc Cárdenas para que todos los opositores del viejo régimen lo enfrenten en las elecciones del 2000 con un candidato único, elegido previamente. Esa coalición por México enfrenta enormes obstáculos comenzando por los de la legislación electoral en vigor. Pero no son obstáculos insuperables si se calibra bien lo que está en juego, y se actúa en consecuencia. O sea, si se pone por delante la vida del país y por atrás, todo lo demás.

Obviamente, también es una hora de definición para los partidos y los políticos profesionales. Sus respectivos programas no deben desdibujarse, pero sí apoyarse en una plataforma común de compromisos básicos. Y eso plataforma debe nutrirse más que nunca con las demandas y propuestas de la sociedad; en primer lugar, los resultados de la consulta zapatista del 21 de marzo próximo. Sus cuatro preguntas aluden a otras tantas piedras angulares del nuevo proyecto de nación que tanto urge. Y al mismo tiempo constituyen el mapa más preciso para evitar la completa ingobernabilidad del país. Misma que dejaría sin sentido, y aun sin realización, a las propias elecciones del 2000.

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