El otro sábado fui a ver Callas, el espectáculo de Diana Bracho, presencié una Callas envejecida, nostálgica, furibunda, ocupando como debe de ser todo el espacio escénico, a veces compartido con actores que cantan ópera. La diva, sus amores y sus furores, la diva y su voz, la diva y su pasado, un pasado en donde el cuerpo inmenso alberga una voz también inmensa. La Callas que anuncia todo un futuro de publicidad y de anorexia. Regresando a casa me puse a oír todos los discos que tengo de la griega y a leer todo cuanto estaba a mi alcance sobre ella, sus amores con Meneghini, un anciano que la prohijó y la quiso mucho aunque fuera obesa; sus amores con Aristóteles Onassis que la quiso por su glamour y por quien ella adelgazó llegando a extremos que, según dicen, acabaron con su voz; Onasis quien luego la abandonó por Jackie Kennedy.
Oigo primero la Medea, la ópera de Cherubini compuesta a finales del siglo XVIII. Luego, Norma, compuesta por Bellini en 1831. Cristina Barros me habla cuando estoy oyendo Norma y me cuenta que hace muchos años estuvo en Dallas y oyó a la Callas -ripio involuntario- y le digo: ¿Medea? Sí, me dice, Medea. Entonces vuelvo a poner la Medea, es una grabación hecha durante la representación por una productora italiana que carece de la alta tecnología que ahora se despliega y por ello con muchos errores técnicos, llena de ruidos intermitentes, toses, chirridos, golpes de instrumentos sobre la madera, tarareos, el sonido de la partitura cuando se da vuelta a las hojas y, sin embargo, la voz de la Callas es gloriosa. Entre los aplausos creo oír el de Cristina, vestida -como los demás espectadores- de gran gala, sentada junto a su madre, con un vestido largo de seda clara, con su cabello rubio largo, bien peinado; luego se levanta, entusiasmada, y empieza a aplaudir, y en ese instante yo distingo entre los aplausos grabados los suyos y de pronto también yo estoy allí con ella, gritando y aplaudiendo histéricamente, desordenando un poco mi vestido largo, quizá de tafeta de seda roja, tirando a escarlata, escotado, y a lo mejor llevo aretes largo de oro y perlas y un collar haciendo juego, ¿un abanico? Quizá no, sería demasiado, pero al verme con abanico ya soy una de las espectadoras que acompañan a Livia-Allida Valli, en la película de Visconti, esa película en donde ella conspira contra los austriacos y se enamora de un militar enemigo, Farley Granger, Livia, vestida ¿cómo no?, de gala, con sus joyas soberbias y su cintura melodramática, oyendo una ópera de Verdi, inmersa en el auténtico escenario operístico, el decimonónico.
Uso días después, desayuno con Hilda Rivera en el Club Libanés y se lo cuento, le cuento mi experiencia con Callas, la Callas de Bracho y la Medea y La Norma y la Callas de Cristina y también mi propia Callas. Hilda lleva un traje rojo vivo y ha visto muchas veces a Callas, no en concierto, sino en su casa, en la inmensa discoteca y videoteca de su marido, Eduardo Lizalde, quien tiene absolutamente todas las versiones habidas y por haber de la Calles y que se sabe de memoria todas las inflexiones de su voz, las florituras, las dificultades que vencía como si los obstáculos no existieran, la Callas, me recuerda Sergio Pitol, esa soprano absoluta, esa diva que se convirtió en leyenda, esa Callas que hacía 1959, en que fue grabada la Medea ``la oigo ahora, literalmente, mientras escribo este artículo, grabada en el Covent Garden de Londres -¡no en Dallas!-, tenía una voz más sólida y más segura y había perfeccionado y hecho más expresivos los registros medios y bajos y aunque sus grandes interpretaciones habían sido siempre magníficas en ésta en especial su registro había aumentado en finura, flexibilidad y hondura dramáticas.
Pero, ¿por qué me llaman tanto la atención Medea y Norma? ¿Por qué la Callas y su leyenda? ¿Por qué las relaciono tan estrechamente? Leo de nuevo a Nicole Loreaux, la gran historiadora francesa, esa historiadora que indaga acerca de las madres adoloridas de la tragedia griega para descubrir las distintas maneras trágicas que existían para matar a una mujer. Y reflexiono con ella acerca del furor femenino, furor que debe mitigarse porque hace daño a la polis, furor anticívico: ``Es así cómo la política enseña a domesticar el exceso femenino, convertido afortunadamente en figura de justicia (Des femmes en deuil) y luego en ese mismo texto dice: ``...sea lo que fuere, tratándose de madres humanas, cotidianas y amansadas o civilizadas por el matrimonio y portadoras del escrito paternal en su vientre, los ciudadanos parecen haber estimado que a pesar de todo en lo más profundo de su pena se mantenía ese exceso, por lo que era necesario encerrar su duelo dentro de los límites estrechos de una reglamentación'' Y más adelante, concluye: ``Ligada inexorablemente al cuerpo de sus hijos en un parto que no termina jamás, o retiradas de la compañía de los hombres e inflexibles a sus oraciones; libradas a su ménis, es decir, a su cólera negra y vengativa; con su amor asfixiante y su odio asesino, armadas o desarmadas, no cabe duda de que las madres dan miedo, pues se las viste así de negro. Y nos dan tanto miedo porque sea lo que se cuente sobre ellas, las Madres terribles de los griegos son también terriblemente madres''.
Y Medea y Norma son dos versiones de la misma historia, la de esa mujer de altísima condición -sacerdotisas o hechicera- que traiciona a su pueblo por amor y que siguiendo su impulso sexual es domada por el extranjero invasor que luego la abandona por otra mujer. En la primera versión -producida un poco antes de terminar el siglo XVII- Medea sigue el canon impuesto por Eurípides y por Séneca, es la mujer que por vengarse del marido traidor no vacila en recurrir al asesinato permitiendo que su furor salga de ella y tenga funestas consecuencias: su venganza deja a Jasón sin sus hijos, sin su nueva mujer, sin el trono. En Norma, producida en el primer tercio del siglo XIX, se mitiga la ira, la sacerdotisa sacrílega prefiere sacrificarse y salvar a sus hijos y gracias a su abnegación el amor de Polione por ella renace para que al fin y de manera gloriosa puedan unirse en la muerte y en la eternidad del amor.
Reitero, en ambas obras se expone esa ira, esa cólera incontrolable que tanto teme la sociedad; en ambas obras, como en las Medeas griega y latina, el amor y la sexualidad están indisolublemente ligados a la política; tanto Medea como Norma amenazan al Estado con su sexualidad y su violencia desbordada y su domesticación sería necesaria para que la sociedad patriarcal no se vea colmada. Y es aquí donde entra la ópera, ese espacio en donde la voz femenina, la voz de Medea, la de Norma y la de Callas, puede desbordarse impunemente, no en balde es una voz domesticada y la violencia de su duelo ha quedado ``encerrada en el marco de una reglamentación'', espacio infinito en donde la voz se pule para que el alarido (¿el aullido?), esa manifestación concreta del exceso de furor femenino, pueda convertirse en arte...