n Primer corredor de artes plásticas en la FCH
Un paseo por las calles del Centro Histórico, del riesgo al disfrute
Mónica Mateos n A la ciudad de México hay que domarla con dos armas: paciencia y astucia. Y si además se le quiere disfrutar, hay que evitar hacer caso a las utopías y "surfear" en el apocalipsis.
ƑAlguien que haya nacido en el Distrito Federal cree que se pueden recorrer once museos del Centro Histórico en tres horas? Imposible. Mucho menos yendo en el tranvía amarillo que es precioso, pero que a la hora del tráfico vespertino es avasallado por peseros, taxis y demás automovilistas.
El 15 Festival del Centro Histórico (FCH) invitó el miércoles al primer corredor de artes plásticas, que consistió en abrir once museos de dicha demarcación de las 19:00 a las 22:00 horas. Varias fueron las opciones para iniciar el recorrido, la decisión dependía de lo mucho o lo poco que se deseaba caminar.
Una ruta pudo ser del museo de San Carlos hacia la Pinacoteca Virreinal, haciendo escala en los museos del Chopo, el mural Diego Rivera, el Franz Mayer y el Nacional de la Estampa, en donde se apreciaron desde imágenes de la colonia Tabacalera, escenas de la vida barroca novohispana o juguetes tradicionales mexicanos, hasta imágenes digitales de gran formato.
Otra opción, la elegida para esta crónica, fue realizar un recorrido a pie desde la calle de Tacuba, partiendo de Eje Central, hacia la plaza de Santo Domingo, donde se presentó la coreografía Himno, de Víctor Ruiz, interpretada por la Compañía Nacional de Danza.
El Palacio Postal, donde se depositan mensajes que buscan destinatarios en un sin fin de domicilios conocidos, a las siete de la noche se encontraba en plena actividad. Los "remitentes" se mezclaron con quienes buscaban la exposición Amo a-to matarile-rile-rón, anunciada en el programa del festival. Al pie de la escalinata se instalaban las mesas para ofrecer el primer tentempié entre museos y exposiciones De azúcar, con amor.
Con unas buenas trompadas, charamuscas y glorias en el gusto, el oído hizo caso omiso al fragor del ruido citadino, y los pasos se encaminaron al siguiente punto: el Museo Nacional de Arte (Munal), donde el cuerpo más que aludido, sintió como pocas veces el zarandeo del arte al recorrer la magnífica exposición El cuerpo aludido: anatomías y construcciones. México, siglos XVI a XX.
Primero, una advertencia a los padres de familia en la escalera de acceso a dicha muestra: "Esta exposición contiene imágenes inquietantes". Luego, efectivamente, se disfrutó la turbadora selección iconográfica mexicana que a lo largo de cinco siglos ha tratado de dar respuesta a la pregunta: Ƒqué encuentras cuando te miras en el arte?
La primera sala ofrece una imagen poco usual del visitante y lo convierte así en sujeto y objeto de la curiosidad sempiterna por el cuerpo. Junto, los ángeles de Manuel Ahumada permanecen en idéntico éxtasis que los querubines de Miguel Cabrera, y una línea roja marca la prohibición de acercarse a un cuadro de Rafael Cauduro, pues es inevitable el interés que despierta su obra: Ƒcómo puede ser que el óleo se transforme tan admisiblemente en ladrillo, madera, metal, cemento e incluso espíritu?
Mirar al cuerpo representado, recuperado, restructurado, recreado o reinventado, no sólo por artistas de distintas épocas, sino por la cotidianidad, hace hallar más de una forma de observarnos, de ponernos atención, pues igual vemos un pasaje de la serie La historia del ojo de Arturo Rivera, que el libro de admisiones del penal de Puebla, de principio de siglo, en donde, con letra muy pulcra, se escribía junto a la foto del nuevo recluso su descripción física: "Ojos grandes de color café, el izquierdo con una nube, boca ancha, nariz recta, piel oscura", y como colofón: "no sabe leer".
El dolor y el placer, esa pareja siamesa de inquietudes que moran en el alma, acompañan el recorrido, desde la instalación donde se observa a una mujer embarazada que brota de la tierra y parece que respira al mismo tiempo que el espectador, hasta el enorme cuadro de la época virreinal que representa la incredulidad de Santo Tomás ante las llagas de Jesús.
La noche es fresca después de haber observado las posibilidades del espíritu reflejadas en la carne. Así, poco caso se hace a los olores espesos que acompañan al caminante y hasta dan ganas de comerse un hot cake con mermelada de fresa, de esos que se venden en la esquina de Tacuba y Bolívar, a pesito cada uno. Es una merienda más económica que la que ofrecen los muchos restaurantes "típicos" que se han instalado en el Centro Histórico.
Como bien señala el tema que guía este año el FCH, entre la utopía y el apocalipsis se yergue una capital en donde el paseo por su corazón se transforma, con un poco de ánimo, de un riesgo a un disfrute. No sólo se camina entre edificios cuyas fachadas amenazan caer sobre los transeúntes, sino por la vitalidad chilanga que se niega a desaparecer. Parece ser que sólo los edificios institucionales son los que han recibido el beneficio de la remodelación. Los demás, si no están deshabitados en su parte alta, dejan escapar las voces de los niños que juegan en los patios de vecindades semiderruídas.
Atrás de la Catedral Metropolitana se suspira: "šay!, si estas calles estuvieran limpias...". En lo oscurito, enredadas entre los olores a yerbas medicinales de las tiendas que recién han cerrado, son varias las parejas que se juran amor entre besos y ladridos de perros sarnosos.
A lo lejos se escuchan los tambores que acompañan las clases de danzas indígenas que se ofrecen a un lado del Templo Mayor, y sobre ese sonido la música del siglo XX: el rock See you later alligator, trenzadas ambas melodías para ofrecer un involuntario espectáculo de sincretismo cultural.
Cuando se llega a la Plaza de Santo Domingo, los evangelistas han recogido ya sus máquinas de escribir y en memorable ocasión se puede estar sentado tranquilamente justo en medio de una de las calles que durante el día es de las más difíciles de cruzar: República de Venezuela.
La luna sigue llena, y hasta se perdona que la coreografía de Víctor Ruiz parezca más una tabla gimnástica septembrina que una función de gala dancística, como se esperaba luego de ver a las estrellas de Roland Petit.
Pero estamos en México. Para más señas, estamos sentados cómodamente justo en medio de la ciudad considerada Patrimonio de la Humanidad, con todo y sus edificios sucios y sus festivales que nos devuelven la grata experiencia de espiar con los pasos los recovecos y el anhelo: "šay!, si estas calles estuvieran limpias...".