La Jornada Semanal, 28 de febrero de 1999
Un poco en broma, Ricardo Piglia afirma que la sociedad contemporánea tolera la literatura porque ``ya la encontró hecha''. Es evidente que una actividad tan poco productiva, cuyos protagonistas se pasan la vida en pantuflas, viendo el techo en pos de una palabra exacta, no contribuye mucho a la circulación del capital. Conozco a un colega que, en espera de la inspiración poética, trasquila un suéter de Chiconcuac con un coartauñas. Al cabo de un mes, dispone de un cesto de lana que nadie necesita.
En comparación con los quehaceres de las empresas que aspiran a la ``calidad total'', quienes pasan horas ante una hoja, y luego la rompen, están más cerca del performance o de los toscos dibujos que los simios trazan en cautiverio que del trabajo utilitario. Sin embargo, el mundo donde lo importante se cotiza en la bolsa no se puede deshacer así como así de algunas actividades consagradas por la tradición y permite que la literatura asome su oreja en el comercio.
Los libros llevan una clave, el ISBN que los clasifica en una Biblioteca Absoluta, y un código de barras que garantiza su condición de mercancías. La primera seña de identidad apela a un inconsultable catálogo universal, un orden que articula a los libros dispersos por la Tierra. El ISBN cumple funciones tan prácticas como el número de serie de un motor. Sin embargo, sólo a un fetichista de la carburación se le ocurriría coleccionar motores. En cambio, los libros nacen con proclividad a juntarse por temas, por estaturas o, si sus dueños son millonarios que se han puesto a salvo del contenido escrito, por colores. Gracias a esta tendencia gregaria, el ISBN propone un acervo posible y global, una Alejandría de la virtualidad. El precio es menos sugerente y no brinda dobleces. Lejos quedaron los años en los que uno podía ir a la Librería del Sótano armado de goma de borrar para alterar el precio escrito en la primera página o a la Casa del Libro para pegar una etiqueta más barata sobre el ansiado libro español. Ahora no hay más alternativa que el hurto o el dictado del lápiz óptico.
Para protegerse del polvo y la curiosidad disuasoria, los libros llevan una envoltura de celofán tan molesta como el verbo que conjuga sus servicios: ante un volumen ``retractilado'' no queda más remedio que pagar para conocer la página legal o los datos biográficos del autor. Esta cubierta prueba que todo libro comienza con una transacción. Luego viene la portada. Theodor W. Adorno se quejaba de que los libros tuvieran dibujos en la carátula, como si desconfiaran de su mensaje, que no podía ser otro que el de la letra. Hoy en día se necesita la audacia de las Ediciones sin Nombre para no tener más diseño que la sobria tipografía. Casi todos los editores procuran con honesta desesperación que sus libros parezcan videos.
Lo extraño de esta carrera de comercialización es que hay poco dinero que repartir. Aunque en ocasiones un best-seller gana en un año lo que un tenista de buen saque en una muerte súbita, la circulación de los libros obedece menos a la lógica del mercado que a la del museo.
Para editar en tiempos del libre mercado, hacen falta tantos subsidios como para hacer una excavación arqueológica, y para comprar libros, un dinero que siempre tiene aplicaciones más urgentes. Así las cosas, las librerías se han transformado en galerías de arte donde los visitantes contemplan y acarician el celofán de las inalcanzables portadas. Semejante a las estelas mayas o a los granos pigmentados por los pueblos nómadas, la literatura se preserva como un patrimonio cuyo valor no depende de su uso.
``Malos tiempos para la lírica'', exclamó Bertolt Brecht en el Berlín del derrumbe económico. Cuando la gente hace colas para recibir una cucharada de sopa en una taza de zinc, no ambiciona páginas impresas o, en todo caso, las ambiciona para fumárselas o alimentar una chimenea. Si los libros sólo dependieran del mercado ya habrían desaparecido, o sólo perdurarían aquellos que tuviesen salida comercial (en la Feria de Frankfurt el stand de la dianética es tres veces más grande que el de Penguin). En caso de reunir las existencias actuales de todas las librerías, tendríamos pasillos y pasillos con manuales de autoayuda, culebrones que van de lo escabroso a lo esotérico, reflexiones políticas tan actuales que caducan mañana y muchos folletos técnicos. En los estantes destinados a los libros que siempre han valido la pena, habría enormes huecos. Lo mejor de este Museo de Museos es que no existe: ahí el Hombre Neumático de las Guías Michelín ocuparía el sitio estelar de La Gioconda y Borges, una de esas vitrinas oscuras y esquinadas que se reservan a las últimas monedas de una civilización difusa.
Las librerías atesoran lo que ``ya estaba ahí'', custodian una tradición que hace que el presente parezca el desenlace congruente de un pasado prestigioso. Como la vesícula o la telefonía digital, los volúmenes impresos reciben el trato reverente de las cosas que justifican lo que somos sin necesidad de entenderlas.
En cualquier sondeo de opinión, la mayoría de los encuestados se opondría a que los libros se extinguieran como los dinosaurios. Sus méritos ancestrales están fuera de duda. Incluso en ambientes de baja intensidad académica, como el certamen de Miss Universo, las chicas saben que quedan bien si dicen que uno de sus hobbies es la lectura. Se diría que basta pregonar la importancia de la cultura de la letra para mantenerla con vida.
Este repaso de los libros como objetos de museo, no puede concluir sin recordar uno de sus santuarios más maravillosos, la librería de la UNAM en el Palacio de Minería, donde un anaquel ofrecía LIBROS AGOTADOS, y siempre estaba lleno.