La Jornada Semanal, 28 de febrero de 1999


Fabrizio Mejía Madrid

TIEMPO FUERA

La muerte de Hemingway

``Mientras una defecación ocurre -dice la edición 1994 de la Britannica- los músculos y el diafragma del tórax, la pared muscular del abdomen, y el diafragma pélvico, ejercen presión sobre el tracto digestivo. La respiración cesa temporalmente mientras los pulmones inflados ejercen fuerza hacia abajo. La presión sanguínea sube en todo el cuerpo, y la cantidad de sangre bombeada por el corazón decrece. Algunas muertes ocurren durante la defecación debido a que el aumento de la presión sanguínea puede hacer estallar un aneurisma o desplazar algún coágulo alojado en las venas.''

Una muerte absurda: morir en el empuje final. Morir con los pantalones abajo, concentrado en ese momento puntual de la existencia solitaria. Sufrir un paro cardiaco mientras el intestino sigue su cumbia, contoneándose para expulsar un poco de desechos y -de pronto- el rigor mortis, la contracción, y ahí va el cadáver con la mitad de su labor eternamente adentro. Una muerte absurda, no incluida, hasta donde recuerdo, en el listado de muertes sin sentido de Mañana en la batalla piensa en mí, de Javier Marías, pero que sí cuenta con una representación popular: un hombre con los ojos desorbitados atrapado por los ceramistas en el momento de expulsar un cono hacia el suelo. En Cataluña le llaman el caganer, el cagón, y se vende al lado del Niño Jesús afuera de las iglesias. En México nunca lo he visto más que en anaqueles de figuritas para adornar las repisas del estudio. Inmortalizado en yeso es el muerto de toda resurrección: algo de lo que fue en vida regresará a la tierra, abonará los campos donde crece la comida que comerán los vivos. Quizás todos dejamos lo desechable para las próximas generaciones.

Pero este Tiempo Fuera prometió hablar sobre la muerte de Hemingway. Pero, antes, un rodeo de cuarenta años. En 1917, Freud acaso se pasó un poco al relacionar a la mierda con los regalos: ``El niño no experimenta repugnancia alguna por sus excrementos, a los que considera parte de su propio cuerpo, se separa de ellos contra su voluntad y los utiliza como primer `regalo', con el que distingue a aquellas personas a las que aprecia particularmente. E incluso después que la educación ha conseguido desembarazarle de estas inclinaciones, transporta sobre los conceptos `regalo' y `dinero' el valor que antes concedió a los excrementos.''

Quizás a esa idea ``plástica'' de Freud se deba la respuesta que Dalí le dio a Robert Hughes cuando este le preguntó cuál era el artista más puramente moderno. ``Joseph Pujol'', contestó Dalí sin mayores explicaciones. Hughes nunca había oído hablar de él y, tras una investigación, descubrió que era una ``estrella olvidada del music hall parisiense de finales del siglo que actuaba bajo el nombre de Le Petomane, el pedómano. En efecto, Pujol tenía la capacidad inusitada para ventosear y ejercía un perfecto control sobre los intestinos y el esfínter, lo cual no sólo le permitía soltar ventosidades de una manera melodiosa, sino también vaciar un tazón lleno de agua por el simple procedimiento de sentarse sobre él''. Enterado de quién se trata, Hughes continúa su asedio a Dalí sobre la rara habilidad de Pujol -podía pedorrear La Marsellesa completa. Entonces, Dalí insistió en recalcar que no se trataba simplemente de un talento natural, sino de la consecuencia de una ejercitación continua y una severa disciplina comparable al talento de Rafael para el dibujo.

Pero no fueron ni Dalí ni Pujol los que unieron para siempre la mierda con el dinero, los regalos, y el arte (a pesar de que fue la pintura de Dalí, El juego lúgubre, 1929, la primera en plasmar a un incontinente pescador con los pantalones ``faroleados'', asunto que desató la ira del censor de los sueños, André Breton), sino Joan Miró. En La masia, pintó a un niño cagando junto al lavadero de su madre y, en 1936, pintó Un hombre y una mujer frente a un montón de excremento. En ese cuadro, el montón de referencia parece resultado de un largo estreñimiento: se yergue sobre una colina, gigante y ocre, a contraluz de un amanecer, como si fuera, en realidad, una especie de cobra encantada. Ninguno de los personajes parece mirarla, pero está justo arriba de la firma del autor. Por efecto de la presión sanguínea o de la vergüenza, o de las dos, el hombre y la mujer están ruborizados: ``Papelito colorado dime quién se lo ha echado.'' Aquí no hay duda: fue Miró mismo.

En los años de Miró, Hemingway escribió su famoso y airado texto contra la costumbre de leer mientras se defeca. En realidad condena algo que él no podía llevar a la práctica sin que le estallaran las almorranas. Por eso, el escritor macho escribía de pie, aprisa, con frases cortas: si se sentaba, lo mataban los ardores de las venas inflamadas de su genial recto. No fue por casualidad que Miró acabara, en 1922, por venderle al buen Ernest La masia.

Y, al fin, llegamos a lo que hace muchas líneas prometió esta columna. La leyenda dice que Hemingway murió con los pantalones abajo: se disparó en la boca después de fornicar con su escopeta preferida. Se me ocurre otra hipótesis: ¿No se habrá suicidado sentado en el WC para ponerle fin a su dolor? ¿No será, en vez de irascible hombrón, un imposible caganer?