La Jornada Semanal, 28 de febrero de 1999
Juan Villoro,
La casa
pierde,
Alfaguara,
México, 1999.
En el año de 1992, y con una obra en portada de Jacques Monroy con el título de Honeymoon, apareció La alcoba dormida en la editorial Monte çvila. Si menciono la pintura, fragmento de lo que supongo un políptico, es porque el contraste entre el título y el contenido de la misma era más que ilustrativo del sentido que siguió esta antología de Juan Villoro. En ella se agrupaba una selección de sus, hasta entonces, dos libros de cuento: La noche navegable (1980) y Albercas (1985). Pero también el volumen contenía tres relatos desconocidos en México que hoy aparecen dentro de La casa pierde (1999), el libro más reciente de narrativa breve de Villoro.
``La alcoba dormida'', el cuento que daba título a ese volumen, y Honeymoon, tenían al menos un punto de contacto: mostraban en profundidad justo lo que no eran según su apariencia inicial en función de rubros. El sentido último del libro estaba en las imágenes interiores y no en las palabras alusivas que, de hecho, nunca habían buscado explicar los contenidos sino jugar con ellos; con ellos y con su doble, como sucedía en el cuento antes referido en la dinámica establecida entre el personaje de los empastes dorados y las gemelas. Título y portada habían mostrado de forma fugaz el peso que la paradoja tendría dentro del libro; y aún más allá, el papel de cimiento de los elementos impresos que tendría en esta antología y en varios de los cuentos que Villoro ha venido publicando después.
Como aplastada por los huesos de un dinosaurio de museo, la escena humana de la luna de miel representaba a una mujer obesa en una actitud ambigua. Quizá en la de esclavizar a un hombre joven. No había antecedentes de la imagen ni de sus consecuencias -aunque bien podían preverse éstas. La situación, así, aparecía de forma desnuda y francamente devastadora.
Escrito con un lenguaje directo, próximo a la narratividad cinematográfica y al sólo aparente estatismo de cierta plástica contemporánea, La casa pierde mantiene el mismo tono equívoco ya anticipado en la antología venezolana. Una de sus principales características, y que podría interpretarse también como virtud, es la inclinación del autor a ver las narraciones como pedazos de realidad que, bajo un enfoque finisecular, sólo mostrarán ciertas facetas e instantes singulares pero en absoluto concluyentes de la historia. En esto, los de Juan Villoro me recuerdan algunos relatos de Raymond Carver. Aunque también, y primordialmente, las pinturas de interiores de Edward Hopper. En esos espacios ricos en iluminación natural y artificial la dejadez humana, el desencuentro, el derrumbe último discurren apresados por el entorno vulgar, sin proyectar mayor drama hacia afuera pero creando profundas huellas interiores que uno sospecha sin poder certificar. En momentos extremos la cotidianidad desgastada sufre en los cuentos de Villoro deformaciones grotescas, como sucede en los retratos de Francis Bacon. Los personajes no logran, y luego ya no lo intentarán, zafarse de la piel propia o ajena que los oprime y los empieza a ahogar. La única opción para ellos será dejarse envolver por completo: aceptar la contundencia de la medianía, de la vejez, de la pérdida del amor o de la pasión.
Por otro lado, los finales de estos cuentos no son concluyentes. De hecho, tal pareciera que las historias no han buscado más que inquietarnos en un principio con una presentación directa apenas matizada por chispazos argumentativos. Luego este proceso de seducción casi inadvertido por el lector se completará cuando el autor cancele los caminos seguros y libere una capa de indefinición sobre lo narrado. De nuevo, como en los rostros de Bacon, el escurrimiento de la trama entre los dedos hará que la imprecisión y la neblina caigan sobre la idea más o menos precisa que se iba teniendo de las historias y los sujetos. El engañoso reconocimiento experimentado durante la lectura, bajo el efecto de un final inconcluso, más que certezas dejará incógnitas.
Aunque esto último no resulta del todo exacto en todos los casos, pues el estupendo cuento que cierra La casa pierde, el libro más ambicioso y el mejor logrado de Villoro dentro del género, me refiero a ``Corrección'', resulta clásico cuando menos en el hecho de darnos un final breve, fuerte, relativamente sorpresivo e iluminador del relato y del libro en general. Villoro descubrirá aquí, con unas cuantas frases, algunas de las múltiples claves y formas del juego literario que ha pretendido trazar a lo largo del volumen entero.
Ahora bien, aunque mucho se ha señalado sobre la cercanía entre el autor y los deportes, en particular el futbol, en mi opinión ni La casa pierde ni, en realidad, lo más relevante de las narraciones deportivas de Juan Villoro se limitan a ser obras de o sobre encuentros o atletas. Al contrario del mundo hecho a la medida de los lugares comunes de cronistas y locutores que uno conoce bien, el recreado por Villoro es el de las estrategias y ardides que igual afectan al contexto de la competición deportiva como al profesional en general. Pero sobre todo, Juan Villoro hurga en el que incide sobre la vida misma a partir de los pequeños detalles. Aquí se trasluce una clara cercanía a un autor al que, quiero suponer, el escritor mexicano dedica a manera de recuerdo y homenaje ``Campeón ligero'', el primero de los cuentos referido a un decadente campeón de boxeo. Me refiero a J.C., o Julio Cortázar. En este guiño, y en las estrategias narrativas seguidas por Villoro, descubrimos que el autor si de algún deporte es hincha es del mental. El ajedrez que éste práctica resulta ser el de la indagación en los mecanismos más delicados de otros juegos como la grilla, la pasión por el dinero, el vicio del poder, la pasión erótica y la explotación del amor. Este deporte y sus ramificaciones, para Villoro, son lo que precede, condiciona y termina trascendiendo a la contienda deportiva de los domingos por la mañana.
No es que en los cuentos de Juan Villoro la vida se entrometa artificialmente dentro del deporte, sino que la compleja existencia ha estado siempre en esa cancha, aunque no se distinga desde algunas gradas. La postura del autor de Albercas es justo la contraria de la que adoptan la mayor parte de los comentaristas en las transmisiones televisivas y que hace de esa lucha interna de desgarres y huesos rotos, tan bien descrita por el autor en ``El extremo fantasma'', el otro cuento deportivo del volumen, un escarceo chatarra. El uso de la mirada retrospectiva y del cruce de planos, frecuente en los cuentos de Villoro, en ``Campeón ligero'' da el ritmo justo para el paulatino descubrimiento de un engaño. Ese que sustentado en la desgracia aparente había llevado al triunfo a Ignacio Barrientos y que, una vez conjurados el remordimiento y la injustificada amargura, hundirá al campeón en el peor de los fracasos. Villoro enfrenta los conceptos de verdad y mentira en una clara y nueva paradoja que invertirá los valores sociales. El tono que se desprende del cuento trae a la memoria a la Caponera, aquel trágico amuleto humano concebido por Juan Rulfo.
Algunas de las historias de La casa pierde están contadas desde la medianía, si no es que desde la franca mediocridad. Otras, desde una perspectiva que anticipa la caída final. Mucho hay de conformidad y cinismo, de disimulo en los personajes. Otra vez, el autor se vale de esa aparente inmovilidad de ciertos cuadros de interiores. Pero otro tanto habrá de impotencia y desamor en los relatos. Lo que con más claridad campea sobre el libro es la conciencia del misterio y la injusticia sin medios tonos que rodea la vida. En uno de estos relatos que por su extensión alcanzan a ser casi noveletas, ``Coyote'', el cual desde que lo pude antologar en una versión electrónica sigue trayendo a mi mente la película Estados alterados de Ken Russell, confluyen varios de los gustos narrativos de Villoro que recuerdan también al gran cronopio: el viaje como iniciación, la convivencia y continua suplantación entre la realidad y la fantasía, el roce con las fuerzas misteriosas, el ocultamiento voluntario de la conciencia.
La casa pierde es un libro donde la prosa experimentada de Juan Villoro corre con libertad y deja un regusto cosmpolita. Afinado en las mejores lecturas y en una sensibilidad propia que ha sabido reconocer los reflejos y las marcadas diferencias que el contacto con el exterior imprime sobre la imagen de su país, Villoro se muestra en más de un ejemplo ávido de universalidad. Pero lo que más llama la atención del volumen es la cercanía que Villoro establece entre la escritura y las cosas más propias y humildes de la tierra. El trazo del escritor, en muchas de estas páginas, parece mezclado con el agua y el barro que después del paso por el fuego pueden resistir los peores embates del tiempo y del juego.
Julia Rodríguez
¿Quién desapareció al
comandante Hall?
(Sinfonía metropolitana para cinco
voces),
Siglo XXI Editores,
México, 1998.
Alguna vez la escritora argentina Luisa Valenzuela declaró que ``a las mujeres escritoras nos han conminado la voz para que escribamos siempre lo mismo, paraÊescuchar la misma voz del sistema y no representar un peligro''. No es difícil constatarlo: basta una revisión de lo publicado por mujeres mexicanas en los años últimos para observar esa tendencia a temas que uno relaciona inmediatamente con un autor del sexo femenino.
Con la novela de tiraje reciente ¿Quién desapareció al comandante Hall?, que en este marco podría hacernos imaginar un autor hombre, la escritora Julia Rodríguez demuestra que la literatura no es cuestión de sexos y que hay mujeres capaces de desarrollar obras con temas novedosos y aun más creativos y profundos que aquellos imposibilitados de prescindir de ciertos términos y palabras: pareja, familia, cocina, amor y sus derivados.
Escrita con la técnica de monodiálogo, y obedeciendo a la estructura musical sugerida por el subtítulo (Sinfonía metropolitana para cinco voces), ¿Quién desapareció al comandante Hall? presenta a sus personajes, hombres y mujeres, sin tomar partido y sin concesiones: son seres carentes, víctimas de la cultura de masas, el autoritarismo, la pobreza y la marginalidad con las que el Distrito Federal puede premiar los esfuerzos cotidianos. Es una novela alejada de la literatura autocomplaciente y autoerótica tan celebrada en nuestros días. Presenta una interpretación crítica de la realidad tan mexicana del uso del poder en todos los ámbitos, incluso en el que se encuentran quienes parecen no tenerlo. En este sentido, encontramos que la novela de Julia Rodríguez es la metáfora de la sociedad civil cuando es capaz de enfrentar, con los medios a su alcance, a una autoridad abusiva.
Aunque inscrita en lo que se ha dado en llamar novela negra (asimismo, género en que pocas mujeres mexicanas han situado intereses literarios) -con el agregado de un final que bien podría ser de literatura fantástica- es una obra para todo tipo de lector (siempre y cuando cuente con sensibilidad artística), llena del humor (negro, ni modo) en el que la risa es un rasgo de la impotencia frente a un sistema que pasa sobre los derechos de los individuos.
Puesto que descansa de manera absoluta en la voz de los personajes, la construcción de estos (que denota el oficio de una autora madura y carente de ensueños adolescentes) parte notablemente de una sólida definición de su sociología y, por supuesto, de su psicología, aspectos que nos permiten reconocerlos como habitantes de los barrios pobres de esta ciudad capital... y de otras. Es cierto, los personajes nos resultan más creíbles a quienes vivimos en el DF, pero en ellos se advierten, además, detalles que los hacen ciudadanos de cualquier lado. Hay, por lo tanto, la evidencia de un gran cuidado en la hechura de estos actores, todos ellos principales, parte y esencia de la acción, obligados a declarar -mientras nos cuentan- sobre la desaparición de un comandante de la judicial a dos interlocutores hipotéticos (un policía y un locutor de radio), a cuyo silencio debemos el enterarnos de los pormenores de una historia original, de interés sostenido e inteligentemente resuelta.
Roddy Doyle,
Paddy Clarke ja ja
ja,
colección La otra orilla,
Editorial Norma,
Colombia, 1998.
Todas las historias son la misma historia. Lo que cambia es la forma de contarlas. Roddy Doyle -irlandés de la generación de los años cincuenta, de este siglo a punto de concluir- relata la suya desde la óptica de Paddy Clarke, un niño de diez años que atestigua la ruptura matrimonial de sus padres desde el despertar de una conciencia que entiende a medias lo que ocurre en el mundo de los adultos. La frágil seguridad familiar que envolvía a un niño de clase media en un barrio de Dublín es de súbito fragmentada sólo para mostrarle que lo que se ve no es lo que parece.
Para llegar ahí, la voz infantil que recrea la situación relata con pelos y señales todo lo que puede describirse de la superficie de las cosas, en un lapso que puede abarcar un año con sus cuatro estaciones, sus días y sus noches, sus domingos de infaltable asistencia a misa. Esa es quizá la virtud del libro: Paddy Clarke se concreta a narrar su entorno sin ninguna pretensión explicatoria, lo que lo salva -y nos salva como lectores- de caer en la autocompasión y el melodrama.
Parapetado en un lenguaje infantil que se permite malsonancias sin llegar a perder la inocencia, el personaje va por sus relaciones familiares, la escuela, su pandilla, los vecinos, en un barrio que todavía conserva un aire provinciano y quizá por ello cierta ingenuidad.
Mientras todo transcurre monótonamente (es un relato plano de principio a fin), Doyle recurre a una detallada descripción de situaciones cotidianas; va de una idea a otra: los juegos de los niños en las calles del barrio, las bromas que se gastan entre sí los alumnos de la escuela; el infaltable niño enfermo o impedido que acaba siendo blanco del escarnio de los demás, el juguete de fulanito que era la envidia de todos, el día que la brigada de salud los fue a vacunar, etcétera. Su intención es soltar de la memoria un tropel de recuerdos que a fin de cuentas tejen la historia.
Si bien los caracteres no llegan a tener sustancia -se trata de una profusión de nombres que, se entiende, pueblan el barrio donde transcurre el relato- basta echar una mirada a cualquier familia de la clase media casi en cualquier latitud, para figurarse el ambiente. Es posible que haya características que diferencian un lugar de otro, pero como no hay ninguna intención de destacarlas, lo que queda son las conductas de los niños: sus travesuras, que no son radicalmente distintas universalmente; y las de los adultos, que tampoco lo son. Así, no falta el lunático del barrio, la viuda o el dueño del perro a quien los niños insisten en molestar.
No obstante, en medio de la descripción superflua y a menudo ociosa que con obstinación mantiene el libro, el impacto de los conflictos de los padres en los sentimientos del personaje principal constituye también una referencia universal: desde la oscura soledad de su cama, en el cuarto que comparte con su hermano menor, Paddy percibe en total desamparo e impotencia de las peleas conyugales que es previsible- conducen al ulterior abandono del hogar por parte del padre.
Hay que señalar al menos dos cosas que destacan justamente por su falta de novedad: la primera es la forma tan masculina del relato; en un ambiente estrictamente masculino, la figura femenina -en este caso la madre- existe con toda la ``naturalidad'' de su ``pertenencia'' al mundo masculino -en este caso a los hijos: la certeza de que ella siempre estará ahí-, pero también en toda la sobrenaturalidad de su misterio como ser. La segunda es la paradoja de que sea el padre el que se va, pese a que en el mundo infantil de Paddy Clarke lo conocido -la masculinidad- debería ser el puntal.
El corolario de la historia tampoco es una sorpresa: la madre le anuncia al hijo que la ausencia del padre le confiere el papel del nuevo hombre de la casa. Lo rescatable es la forma en que el autor enfoca ese hecho cotidiano, universal: por una parte, no obstante su incomprensión a fondo de lo que les ocurre a sus padres -él sólo escucha vagamente desde su cama que ellos pelean-, en medio de su insomnio Paddy Clarke sabe, sin saber cómo lo sabe, que su destino es convertirse en el hombre de la casa. Por otra parte, por esa misma sabiduría quizá del inconsciente colectivo, el niño también sabe que él, a su vez, llegado el momento, repetirá la historia.
Dario Fo,
Muerte accidental de un
anarquista,
Ediciones El Milagro/ Conaculta,
México,
1998.
Muchos protestaron en el ámbito de la literatura. Se incomodaron las clases gobernantes. Puso el grito en el cielo (literalmente) el propio Papa Juan Pablo II, también poeta y dramaturgo. Mucha roncha sacó este asunto de que la Academia Sueca tomara una decisión tan descabellada. ¡¿Dario Fo, Premio Nobel de Literatura 1997?! ¡Tamaña ocurrencia!
-Es un cómico, un juglar, un... -dijeron los literatos.
-Un insurrecto, un anarco, un... -murmuraron irritados los poderosos.
-Un blasfemo, un hereje, un... -gritó el Papa junto con otras palabras en polaco que seguramente no eran oraciones.
Pero no es gratuito, ese Dario Fo sí que se ha buscado el poco cariño de quienes no comprenden su expresión artística ni su humor ni su carácter ácrata. Y lo del Papa no es un chiste, en octubre de 1997, declaró a la prensa italiana su indignación por el otorgamiento del Nobel a este gran teatrista y juglar del alma. Claro que no es para menos, tiene sus razones. Dario Fo ha utilizado su oficio para escarnecer los oficios del Papa en varias de sus obras. En La colpa é sempre del diavolo (La culpa siempre es del diablo) o MisteroBuffo o Il Papa e la strega (El Papa y la bruja) o Il diavolo con le zinne (El diablo con tetas) la iglesia o la figura papal no salen precisamente bien paradas. No es el azar. Lo que sí resultó una coincidencia fue la visita del Sumo Pontífice con la publicación en México de un espléndido libro de Fo a cargo de Ediciones El Milagro y Publicaciones del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes en traducción de Sergio Martínez. Esta coincidencia, supongo, implica un doble regocijo.
El libro reúne tres obras bajo el título de la más conocida en México: Muerte accidental de un anarquista, fue estrenada en 1983 bajo la dirección de José Luis Cruz con una exitosísima temporada en el Teatro Santa Catarina y el Juan Ruiz de Alarcón de la UNAM. Los otros dos textos son: Quien roba un pie es afortunado en amores y ¡Gordura es hermosura!
Es probable que la intolerancia, con la reciente visita del Santo Padre, vuelva a brotar con renovado brío en los dulces corazones de los miembros de grupos como Provida, El Muro, la Asociación de Padres de Familia y el propio Partido Acción Nacional. Por lo mismo, nunca está de más recordar las acciones (atentados, golpizas y amenazas) que estos grupos han llevado a cabo contra el teatro y otras manifestaciones artísticas. Para ejemplo, dos botones: en 1981 la golpiza brutal con cachos de botella, tubos, palos con clavos y cadenas de que fue objeto la Infantería Teatral de la Universidad Veracruzana por la obra Cúcara y Mácara de Oscar Liera; y a principios de 1988 las amenazas y robo de equipo y vestuario que sufrió el grupo de Jesusa Rodríguez por el montaje de El concilio del amor, cien años después de que la escribiera Oscar Panizza. El concilio... sólo pudo continuar su temporada con la vigilancia de patrullas a la entrada del Foro Shakespeare.
La intolerancia y la censura no son ni remotamente sombras del pasado. Los criterios neoinquisitoriales están latentes en muchas organizaciones de derecha y no esperan más que una buena oportunidad para salir del clóset y manifestarse con toda su rabia. Si no, que lo diga la televisión, siempre atada no sólo a la tutela del estado sino también a la del Opus Dei y Provida. Es en esos momentos de fuerza -visitas del Papa son buena ocasión- cuando se sienten con el derecho y el poder de hacer caer funcionarios culturales, cerrar exposiciones, amedrentar teatristas porque su sola existencia los ofende, ya no digamos sus opiniones. En Jalisco, por dar otro ejemplo, el gobierno panista prohibió (está por escrito) el uso de las minifaldas en las calles y de groserías y desnudos en los teatros. Ahora sí que: ¡Por Dios! ¡En los escenarios se agradece siempre un desnudo, no le hace que sea artístico!
Por todo ello es afortunada la coincidencia de la visita del Papa con la aparición de un libro de Dario Fo. También por eso es importante que en Guadalajara la Compañía de Teatro de la Universidad de Guadalajara tenga en cartelera Sesso...? Grazie, tanto per gradire! de Fo (estrenada como Sexo seguro, ¿seguro?, bajo la dirección de Fausto Ramírez).
Federico Andahazi,
Las
Piadosas, Plaza & Janés,
México, 1998.
La novela Las Piadosas, ambientada en 1816, comienza con la llegada a Villa Diodati, a las orillas del Lago Leman, en los Alpes de Saboya, del poeta inglés, Lord George Gordon Byron, Percy y Mary Shelley -ésta última la autora de Frankestein-, Claire Clarimont y el doctor Polidori. La intención de estos cinco personajes es disfrutar de un verano agradable, relajante.
Lamentablemente -o quizá para su fortuna- el doctor Polidori, secretario particular de Lord Byron, vivirá situaciones nada tranquilizadoras. Desde el momento en el que llega a su habitación -en un alejado altillo de la residencia-, encuentra un sobre negro con un enorme lacrado púrpura, en cuyo centro está grabada una barroca letra ``L''.
Ese sobre es el inicio de una comunicación con un ser desconcertante. Es la puerta de entrada por la que el doctor Polidori ingresa al selectísimo club de personas que conocen de la existencia de Annette Legrand, la desconocida trilliza de Babette y Colette Legrand.
Así es como en esta novela el lector participa de dos historias. Por un lado los desarreglos que Lord Byron y sus amistades perpetran en la mansión veraniega, y por el otro las motivaciones que empujaron a las ``mellizas Legrand'' a convertirse en las lujuriosas protagonistas de las habladurías del mundillo artístico de París.
Pero esto no es todo. Aparte de la copiosa lluvia y el mal clima que caracteriza el verano en Villa Diodati, la oscuridad se cierne sobre todos los ambientes que recorre la novela.
Sólo las referencias hacia el pasado, aquéllas que se dirigen hacia la dispendiosa vida de las dos hermanas Legrand, son fogonazos que atraen la atención. Y esto se debe a que en ellas todo es seducción.
¿Cuál es el misterio que encerraba esa imperiosa necesidad de Babette y Colette Legrand de atraer hacia ellas a cuanto hombre se les cruzara por la vida?
Precisamente de eso se encarga la tercera en discordia: Annette Legrand. Ella le irá develando al joven doctor PolidoriÊun impactante secreto. Poco a poco Annette logrará que el doctor entienda la vida de sus hermanas, y comprenda por qué nadie sabe de la existencia de ella.
Al mismo tiempo, Annette irá descubriéndole su vida al doctor Polidori, una existencia que despierta repulsión y ascoÊal mismo tiempo que admiración y curiosidad.
Mientras tanto, Lordy Byron y sus invitados, que en gran parte de la novela parecieran encontrarse en un segundo plano, aprovecharán los breves momentos en que conviven con el doctor Polidori para atormentarlo.
``Pollydolly'' es la forma peyorativa en la que Lord Byron nombra a su secretario particular. Pero el oscuro doctor no se queda tranquilo ante ninguna de las demostraciones de poder que realizan Byron o Percy Shelley a sus costillas. El buscará por todos los medios sentirse superior que sus rivales, y eso es lo que finalmente lo empujará a caer en las redes de Annette Legrand.
El clima que logra crear Federico Andahazi en Las Piadosas es de una intriga tal que despierta el morbo y la imperiosa necesidad de no dejar de leer las páginas de esta novela hasta enterarse del final.
Aunque el desenlace está insinuado desde el principio del texto, cuando el narrador explica que el doctor Polidori es el sombrío autor de The Vampire, un texto que, según el mismo narrador, fue la base sobre la que se escribió Drácula.
Durante las 219 páginas en las que transcurre Las Piadosas, es la seducción de las hermanas Legrand, la que pareciera estar funcionando, atrayendo al lector para extraerle un poco de su vital atención hacia las cosas.
Son esas mismas 219 páginas de texto las que luego se ven convertidas en una gran metáfora de la labor del escritor, en esa idea de que las historias ya están hechas y ejercen su dictadura a la hora de buscar un interlocutor válido para transmitirlas.
Como punto final cabe afirmar que, como reza la contraportada del libro, Las Piadosas, segunda novela del escritor argentino Federico Andahazi, es una verdadera novela gótica moderna, y en definitiva está llena de personajes y situaciones que son difíciles de olvidar.
Antologías
La dimensión en el tiempo, presentación de Mario Luis Fuentes, textos de Maria Luisa Mendoza, Jorge López Cosío, Dolores Castro, Margo Glantz, Noé Jitrik, Emilio Carballido, Rafael Gaona, entre otros, Ediciones Castillo, Nuevo León, México, 1998, 238 pp.
Narradores argentinos, Alberto Espejo, Revista Cultura de Veracruz, núm. 31, CONACULTA/INBA, Veracruz, México, 1998, 191 pp.
Obras III. Obra jurídica diversa, Antonio Martínez Báez, pról. Fernando Serrano Migallón; comp. y notas: Miguel Pérez López, col. Nueva Biblioteca Mexicana 126, UNAM, México, 1998, 653 pp.
Ensayo (histórico)
La ilusión del fin. La huelga de los acontecimientos, Jean Baudrillard, trad. Thomas Kauf, Editorial Anagrama, Barcelona, España, 1997, 184 pp.
Ensayo (literario)
El surco y la palabra. Literatura emergente de Aguascalientes, Rubén Chávez y îscar Santos (comps.), col. Biblioteca de las Corresponsalías, Ediciones del Ermitaño/Minimalia/Seminario de Cultura Mexicana, México, 1998, 210 pp.
Encuentros y reflexiones, Silvia Molina, Textos de Difusión Cultural, Serie Diagonal, UNAM, México, 1998, 160 pp.
Una especial elegancia. Narrativa mexicana del porfiriato, John Brushwood, Textos de Difusión Cultural, Serie El Estudio, UNAM, México, 1998, 149 pp.
Ensayo (periodístico)
Sólo para periodistas. Manual de supervivencia en los medios mexicanos, Rogelio Hernández López, Editorial Grijalbo/Ediciones ¡Uníos!, México, 1999, 231 pp.
Ensayo (semiológico)
Los nombres de México, Ignacio Guzmán Betancourt (comp.), Miguel çngel Porrua/Secretaría de Relaciones Exteriores/Instituto Mexicano de Cooperación Internacional, México, 1998, 524 pp.
Narrativa
Cuentos románticos, Justo Sierra, pról. Raymundo Ramos, epílogo Hilarión Frías y Soto, col. La Serpiente Emplumada, vol. 9, Factoría Ediciones, México, 1999, 339 pp.
La pasión de octubre, Pablo González Cuesta, Alba Editorial, Barcelona, España, 169 pp.
Leviatán, Paul Auster, Traducción de Maribel De Juan, Editorial Anagrama, Barcelona, España, 8». Edición, 1998, 269 pp.
Vecindarios excéntricos, Rosario Ferré, Ed. Planeta, México, 1998, 423 pp.
Poesía
Bestiario de viento y fuego, Neftalí Coria, Ed. Verdehalago, México, 1998, 77 pp.
El cielo, Ernesto Lumbreras, col. Letras Mexicanas, Fondo de Cultura Económica, México, 1998, 76 pp.
El peatón es asunto de la lluvia, Vicente Quirarte, col. Letras Mexicanas, Fondo de Cultura Económica, México, 1999, 141 pp.
Encaminador de almas, Ernesto Lumbreras, Oro de la Noche Ediciones, México, 1999, 48 pp.
Experiencia del silencio. Cincuenta sonetos, Fernando Sánchez Mayans, col. Letras Mexicanas, Fondo de Cultura Económica, México, 1999, 99 pp.
La lucha con el ángel, Alvaro Quijano, col. Tristán Lecoq, Trilce Ediciones/FONCA, México, 1998, 52 pp.
Poemas rústicos, Manuel José Othón, edición facsimilar, pról. Antonio Castro Leal, epílogo: Alfonso Reyes, col. La Serpiente Emplumada, vol. 1, Factoría Ediciones, México, 1999, 368 pp.
Revistas
Albatros viajero. Revista Mexicana de Cultura, núm. 12. Textos de Máximo Gorki, Otto Raúl González, Edith Jiménez, entre otros, México, 1998. 29 pp.
Poesía y poética, núm. 30, Textos de Gonzalo Rojas, Basil Bunting, Haroldo de Campos, José Watanabe, entre otros. Edicion bilingüe. Universidad Iberoamericana, México, verano de 1998, 108 pp.
Superación personal
Los asombrosos 40 años, Eduardo García Gaspar, Ediciones Castillo, Nuevo León, México, 1998, 110 pp.
CG-T