La Jornada Semanal, 28 de febrero de 1999



Eduardo Hurtado

Lo demás son palabras

Contra el estuche sonoro

Alguna vez se pensó que con la paulatina desaparición de los versos fácilmente mnemónicos (``Maravillas de otra edad;/ prodigios de lo pasado;/ páginas que no ha estudiado/ la indolente humanidad...'') se avanzaba con paso seguro hacia la muerte de la poesía. Tal vez no sea ocioso constatar, a estas alturas de un siglo al que ya nadie quiere llamarle ``nuestro'', que la poesía existe más allá de toda forma exterior.

El hecho de que un texto correctamente versificado resulte recordable línea por línea no garantiza que contenga poesía. Hacia el final de los años cincuenta un persistente anuncio publicitario capturó las mejores y las peores mentes de mi generación: ``Siga los tres movimientos de Fab:/ remoje, exprima y tienda.'' Imposible desdeñar esta construcción resonante y persuasiva; imposible derrocharla en un asunto más idiota. Pero es un hecho que tan acertada disposición de palabras ocupará un espacio en el disco duro de muchos mexicanos, por lo menos hasta la cuarta década del siglo venidero.

Desde luego un buen poema suele ser memorable. Pero no hay que entender esta cualidad en un sentido mecánico. Cuando pienso en la poesía de Gonzalo Rojas, por ejemplo, lo que consigo evocar es un tono y un sentido: no hay una sola línea del chileno que yo logre retener por más de quince días. Y sin embargo, desde hace mucho me acompaña el ritmo inconfundible de su voz, la particularidad anímica que recoge y expresa. Intentemos percibir ese ritmo, y las imágenes que suscita, en este fragmento de un poema que lleva el título irónico y machacón de ``Dos sillas a la orilla del mar'': ``La abruma a la silla la libertad con que la mira/ la otra en la playa, tan adentro/ como escrutándola y/ violándola en lo abierto/ de la arena sucia al amanecer, rotas las copas/ de ayer domingo, la abruma/ a la otra/ la una.''

Desde el punto de vista de la clasificación retórica, los poemas de Rojas carecen de una disposición general enunciable, no se puede aislar en ellos un procedimiento susceptible de aplicación repetida; no obstante, si se leen como la expresión indivisa de un sujeto (Gonzalo Rojas) y su muy peculiar manera de responder ante las contingencias del mundo, el verso sigue en pie. Ese impecable heptasílabo a la mitad de la estrofa, ``violándola en lo abierto'', es una confirmación: las siete sílabas han dejado de ser un estuche sonoro para estrenar un verso indivisible y compacto.

Desde esta perspectiva, la arbitrariedad en una obra como la de Rojas es aparente: las sillas están ahí gracias a las virtud de una técnica -o, si se prefiere, de un oficio- capaz de crear un verso individual y maleable, donde caben todas las ganancias de una gramática en libertad. Ociosas y despeinadas, estas sillas que por liviandad se observan y se devoran en un amanecer frente al mar ya no existen de otra forma que no sea el poema mismo.

Si en la poesía de Rojas anida el habla poética del Arcipreste o de San Juan, es porque en ellos reconoce a sus pares: ambos consiguieron, como él, trascender la normalidad del lenguaje literario de su época y ensayar su singular visión de lo mismo; ambos lograron evadir el automatismo de la técnica y hablar en alejandrinos o endecasílabos de carne y hueso. En sentido estricto, la ``técnica poética'' se distingue de cualquier otra técnica en que no es transferible: sus hallazgos no sirven más que a su creador. Visto así, un endecasílabo de Góngora y uno de Sor Juana nunca serán idénticos.

No basta colocar las palabras de una determinada manera para que un poema lleve poesía; y si los esquemas métricos y estróficos fijos no son imprescindibles, tampoco la insistencia en romper el verso o la exclusión de toda rima certifican nada. Esas imitaciones que a la segunda línea nos dejan percibir una respiración y un timbre demasiado familiares, no hacen sino confirmarnos la existencia de algún poeta recordado o recordable. Por muy absurdo que parezca, hoy abundan los líricos que no hacen sino trillar un estilo, indefinible pero reconocible, de trazar el poema -y si no, que lo digan las legiones de mixtificadores, por definición fallidos, que han cosechado Vallejo, Lezama Lima, Paz o el mismo Rojas: miles de versistas empeñados en una cacería de fantasmas, decididos a prender un organismo que sólo se rige por sus propias leyes. Amparados bajo una especie de neo-conservadurismo estético, los imitadores suelen ignorar el caudal que sus modelos han invertido en la tentativa de alcanzar la máxima precisión con la máxima flexibilidad.

Gonzalo Rojas, envés de una tradición que sólo entendió a la poesía como discurso rimado, conoce como nadie su revés. Para burlarse de quienes sólo entienden un poema como sonecillo isócrono, el mismo Rojas compuso una punzante ``Sátira de la rima''. Recojo unas estrofas: ``He comido con los burgueses,/ he bailado con los burgueses,/ con los más feroces burgueses/ en una casa de burgueses.[...]// Atrincherados tras la mesa,/ pude verlos tal como son:/ cuál es su mundo, cuáles son/ sus ideales: ¡la plata y la mesa!// ¡Pensar que sus almas de cerdos/ se van al cielo después de morir!/ ¡Y yo me tengo que morir/ sin hartarme como estos cerdos!'' Con mordacidad impecable, Rojas exhibe todo el absurdo encerrado en cualquier género de obsesión formal: una estructura consumadamente paralela puede resultar tan sórdida como esos lechones con el hocico atiborrado de manzana en las comilonas de etiqueta. Al exagerar los ademanes que critica, el poema reclama la urgencia de construir un orden distinto.

Desde estas subversiones el autor de Transtierro ha logrado trascender la inercia de los discursos ``poéticos'' para inventar un lenguaje acechante y sonámbulo: ``Míseros los errantes, eso son nuestras sílabas: tiempo, no/ encanto, no repetición/ por la repetición, que gira y gira/ sobre/ sus espejos, no/ la elegancia de la niebla, no el suicidio;/ tiempo,/ paciencia de estrella, tiempo y más tiempo./ No/ somos de aquí pero lo somos:/ Aire y Tiempo/ dicen santo, santo, santo.''