La Jornada Semanal, 28 de febrero de 1999
Cada amanecer es un triunfo de la vida. El enorme sol no sale, pero sí los menudos gorriones que lo saludan siempre con la misma azorada alegría. Para ellos, que cada amanecer parezca al anterior -salvo un azul casi fuego o un gris aterido- importa muy poco o quizá más de lo que imaginamos -porque acaso sea la extraña identidad de los días la verdadera razón de su escandaloso júbilo.
Nosotros, en cambio, que quién sabe por qué fuimos escogidos para espejos del universo, para que sepa de sí en nosotros, sólo muy de tarde en tarde abrimos realmente los ojos a la fiesta de la reanudación de la vida.
Este texto fue conocido en un mes de julio, el de 1980, a solicitud del grupo de jóvenes escritores que convocaron a su autor para la inauguración de una exposición mural de poesía. Podría haber sido ocasional, si no fuera porque para él no había textos ocasionales y, aun en los más breves, cada palabra fue portadora de un muy particular pensamiento sobre la vida y la muerte, el tiempo y el espacio, que tuvo su mayor expresión en la poesía.
A la altura de la fecha en que se cumplen cinco años de su muerte ocurrida en la ciudad de México, la cita remite otra vez a la lírica, a la filosofía, de uno de los grandes poetas de nuestra lengua: el cubano Eliseo Diego.
Hombre con dos obsesiones, el tiempo y el espacio, podría pensar quien no la conozca, en la grandilocuencia de su obra. Nada más lejano. Sí, el tiempo, sí, el espacio. Pero finalmente el espacio mínimo, aunque universal, de la quinta de su infancia en Arroyo Naranjo, trascendente porque fue el origen de su poesía, y ese tiempo que transcurrió en ella, alimento de toda su obra. Allí, en el camino hacia allí, en relación con ``Villa Berta'' están las personas y los objetos que aparecen como esenciales en la poética de Eliseo Diego.
En el tiempo están las costumbres, las tradiciones, los sueños, la poesía. En el espacio, los objetos, la arboleda, la casa, todo lo que vive. La relación entre estas categorías implica un forcejeo en el que ninguna vence: el espacio porque queda y es la memoria; el tiempo porque pasa y es el olvido. En esa dinámica, los elementos esenciales son para el poeta el silencio y la muerte, la palabra y la vida. Esa es la dinámica en la cual se define esa ``extraña identidad de los días'' que sólo los pájaros disfrutan como una maravilla.
Ese es también el marco donde tiene lugar el juego de acciones que protagonizan los objetos inéditos. El poeta, como un mago o un dios, les da nombre y, con él, identidad, memoria: Voy a nombrar las cosas (...) Y nombraré las cosas, tan despacio/ que cuando pierda el Paraíso de mi calle/ y mis olvidos me la vuelvan sueño,/ pueda llamarles de pronto con el alba.
Poeta que creyó en la artesanía de la palabra y en su trabajo con ella
se volvió artesano. Animista que, en la tradición de Pigmalión,
propugnaba la insuficiencia de la materia real de los objetos. Muchos
de sus poemas parecen decirnos: el amor que depositamos en las cosas
que nos rodean, las convierte en criaturas vivas. El mismo definió
durante una entrevista: ``Un poema es como una criatura, cada una de
sus partes es necesaria; los versos no se parten arbitrariamente, cada
uno es un elemento de esa criatura que va a ser el poema. (...) Cuando
uno escribe un poema suceden dos cosas: primero, hay una sensación
como de éxtasis, de exaltación, y después un deseo de terminar, de
acabar, porque temes que se te vaya a escapar; es ahí cuando pones la
palabra para poder continuar y esa es una solución falsa que hace que
el poema se quede como con un bracitoÊcorto. Por eso hay que volver
sobre él y cuando está satisfecho te dice: así soy yo. Y se queda
tranquilo y tú también.''
El libro En la calzada de Jesús del Monte, el tercero en su bibliografía, cumplió en 1999 cincuenta años de publicado. Ahora los lectores cubanos leerán nuevas ediciones y muchos recordarán esa primera impresión. En 1949, la imprenta de Ucar García entregó al autor 500 ejemplares, de los cuales se vendieron diez. Ese destino inicial no fue obstáculo, sin embargo, para que En la Calzada... fuera reconocido años después como un texto medular en la poética cubana, aquél que señaló el camino hacia la riqueza que portan los objetos de la existencia diaria, la arquitectura, los olores, el sonido de los pasos, el rechinar oxidado de las puertas. Hasta entonces la poesía cubana tenía dos grandes figuras, tras las que se agrupaban en una u otras tendencias poetas de aliento intimista o inquietudes sociales: Nicolás Guillén, quien llevó el ritmo de la temática afrocubana a la poesía, y José Lezama Lima, quien trabajaba la metáfora y el tropo en planos nunca antes vistos en la Isla.
En la Calzada de Jesús del Monte llegaba para reivindicar la mística del diario ritual, del diálogo con el entorno más próximo y de la referencia a los objetos cercanos. Con ese gesto sencillo, obvio para muchos, el libro abrió una puerta diferente al ejercicio poético e instaló para siempre en la literatura del país el signo de la cotidianidad como una de sus categorías.