La Jornada Semanal, 28 de febrero de 1999
Justo, ¿qué historia es ésta de que usted se ha encerrado a causa de los niños?
Sí, es cierto... (señala la ventana) están aumentando ante nuestro ojos... Pero no estoy perturbado por ellos y sus gritos... el hecho es que me están tendiendo una trampa.
¿Qué trampa? ¿Y quién se la está tendiendo?
(Mirando a su alrededor, circunspecto) Un complot.
¿Un complot? ¿De qué tipo?
¿Será posible que aún no lo haya intuido?
Si me permite intervenir, Su Santidad, creo haber intuido de qué se trata.
Veamos si usted tiene más perspicacia que el profesor.
Para empezar, cuando atravesé la plaza me detuve un momento para observar a esos niños y noté que en su gran mayoría se trata de mestizos y mulatos de Latinoamérica... filipinos.. negritos...
Qué astuta, está en el camino correcto... esto es niños del Tercer Mundo.
Sí. Después pregunté y descubrí que casi todos son niños abandonados... hijos de nadie...
¡Exacto... la felicito! (Le señala un sillón) Tome asiento hermana.
¿Por qué la felicita?.. ¿A dónde quiere llegar?
Vamos, profesor... haga un esfuerzo... trate de dar rienda a su imaginación... Según usted, ¿quién pudo haber traído a esos niños y organizado su transporte aquí hasta Roma?
Si puedo ayudarlo profesor, creo que se trata de una organización muy poderosa y con grandes recursos financieros.
¡Exacto! ¿Cómo lo intuyó?
No es ningún secreto, esta en todos los periódicos... se trata del MIDIA, del Movimiento Internacional para la Defensa de la Infancia Abandonada.
¿Y por qué este MIDIA se echaría a cuestas la carga, más que dispendiosa, de traer a todos estos niños hasta aquí conmigo?
Pues me imagino que por la misma razón por la que millones de cristianos llegan a Roma cada año, o sea, para verlo en persona, escucharlo y recibir su bendición.
¿Ah, sí? Los niños abandonados del çfrica, de Brasil, de Colombia y de la India... ellos, espontáneamente sienten desde que nacen este irresistible ímpetu: ``Quero ver al Papa... quero al Papa...'' ``¿No quere a la mama?'' ``¡No, al Papa!''
¡Ja, ja! Es usted muy gracioso, Santo Padre, de veras.
Gracias, diga más bien un cábula.
A propósito, algunos de esos niños de Zambia, sabiendo que venía con usted, me encargaron que le trajera este arco... es un arco sacro (le entrega el arco), ¡con los timbres del año santo!
¡Qué hermoso! Con todos estos hombrecitos en fila, todos autoridades de su religión... uno sobre la cabeza del otro, según la jerarquía... éste es un papa... éste es un cardenal... ¡Imagínense si esto se usara en el Vaticano! Imagínenme paseando a la cabeza de todos mis cardenales... haciendo equilibrio... Poletti... Casavoli... ¡sopas! ¡Ay, Poletti lo siento!
¿Lo ve? Es un gesto lleno de afecto, Su Santidad...
¿El de hacer caer a Poletti.
¡No, el del arco! Yo no me pondría tanto en guardia... Evidentemente, quien recogió a esos niños tal vez pensó que era una cosa estupenda que millares de niños entre los más infelices de la tierra pudieran gozar de este extraordinario privilegio.
¿Ah sí? ¡¿Entonces yo sería el loco, el exaltado?! (Entrega el arco a la primera hermana, quien lo apoya en una pared).
No entiendo... ¿acaso entonces el loco soy yo?
Pero vamos, profesor, ¿no le surge la duda de que estos presuntos protectores de la infancia sean falsos? ¿Dije bien, Su Santidad?
Más que bien.
Una organización que mezquinamente se esconde tras esta etiqueta humanitaria... quién sabe con qué motivos.
Oh, por fin una persona inteligente. ¡Dio en el blanco!
Es decir que yo en cambio, en lo personal, soy un tarado congénito.
¿Pero por qué la toma así? ¿Acaso le dije que es el presidente de la liga véneta o de la lombarda?
¿Y si no son de la organización a la que dicen pertenecer, quiénes son entonces?
Ni más ni menos que un movimiento de fanáticos que apoyan la reglamentación y el control de la natalidad, partidarios de la distribución gratuita de anticonceptivos y profilácticos a toda costa.
No me sorprendería que detrás de esta trampa se escondieran, como patrocinadores, las grandes industrias farmacéuticas e higienoplásticas norteamericanas.
Ah sí, higienoplásticas... no se me había ocurrido... ¡Felicidades, hermana!
<
center>Profesor
Disculpen, pero en este punto me parece que se están volviendo algo paranoicos... sobre todo usted, hermana.
¿Ah sí? Entonces los servicios de seguridad del Estado Pontificio también se han vuelto totalmente paranoicos cuando me redactan estos despachos. (Toma de la mesa un vistoso paquete que entrega a la segunda hermana.)
¿Por qué, qué dice en esas hojas?
Me mantienen informado, cada hora, de los movimientos de estos eximios provocadores, tan es así que a mi vez puedo anunciarles con una gran aproximación lo que sucederá en el momento en que me asome al balcón.
¿Y qué es lo que pasará?
Al instante se levantarán centenares de mantas con consignas en varias lenguas... y al mismo tiempo, a través de un altoparlante portátil muy potente comenzarán a declamar: ``Henos aquí contigo, Santo Padre, tú que nos has ordenado amaos y multiplicaos... aos, aos, aos...'' Habrá eco. ``¡Dejad que venga a la luz gran copia de criaturas de Dios... no importa que después mueran como moscas!
(atónito) ¡No!
¡¿Dirán todas esas cosas?!
Sí. ``No importa que después mueran de hambre treinta y cinco millones al año.. que cuarenta y ocho millones queden abandonados... que queden analfabetas, detenidos, desnutridos, explotados y miserables por toda su existencia. ¡Lo importante es que vengan al mundo porque la vida es sagrada, aunque la suya sea una porquería! ...ía, ía, ía.''
¡Pues así!
¿Cómo?
¡Quiero decir que sí... que dirán justo así! (Turbada, tratando de remediar la metida de pata, le muestra las hojas que tiene en la mano.) Está escrito en los despachos.
¡Increíble!... Pero la policía podrá bloquearlos, confiscarles el transmisor...
Sí, pero en ese momento se levantará una enorme manta que, colgada a cientos de globos (señala una de las ventana), la ven allá, ya lista, subirá lentamente en el cielo de Roma... legible desde cualquier parte de la ciudad.
¿Y esto también está previsto en los despachos?
Sí, sí, mire... con pelos y señales... (Le pasa una hoja cualquiera.)
¿Y qué estará escrito en la manta?
(Quita algunas hojas de la mano de la segunda hermana.) ``Padre Santo, tú quisiste todos estos niños. Dijiste: `Dejad que los niños venga a mí' ¡Pues tómalos! (Arroja al aire las hojas que tiene en la mano.) Son todos tuyos, quédatelos, apapáchalos.'' Y me los plantarán aquí, ¿entienden? Cien mil niños, aquí, en la Plaza de San Pedro... llorando... gritando... haciendo ruido... hambrientos... ¿Y dónde los pongo? ¿Cómo los ordeno? ¡Cien mil niños! Con todos los albergues, los conventos y las casas de huéspedes de la juventud católica llenos por el Campeonato mundial de futbol... ¡Y ya eliminaron a Polonia!
De Dario Fo, Il Papa e la strega e altre commedie, a cura di
Franca Rame,
Milán, Einaudi, 1994, 310 pp.
Si algún asombro me causó el otorgamiento del Premio Nobel a Dario Fo en 1997 fue no tanto porque -como a muchos otros- se me había olvidado que el teatro solía considerarse un género literario sino porque siempre sentí que sus obras dependían más de la creatividad histriónica que de la palabra. Sentía sus comedias demasiado verbales y que sus textos valían, sí, pero sólo parcialmente antes de completarse con los otros elementos del teatro y su lenguaje: los silencios, las pausas, las entonaciones, la oscuridad y la iluminación. Y tenía para mí, pues, que su gran talento, más escénico que literario, tiraba más hacia la identidad autónoma del teatro en un momento en que, con el sacerdocio de Grotowski, se avisoraba el fin de la dramaturgia literaria.
Sin embargo, al leer el muy completo y sucinto trazo de la trayectoria de Dario Fo que escribe Sergio Martínez -autor también de la estupenda traducción de las tres obras que componen este precioso volumen: Muerte accidental de un anarquista, Ediciones El Milagro, México, 1998, diseñado gráficamente por Pablo Moya-, he podido entender mucho mejor por qué con toda justicia se distinguió con la presea a este inquietante y cáustico ``juglar'', heredero de la rica tradición popular italiana -nos dice Sergio Martínez en el prólogo- que según el razonamiento de la Academia sueca ``emula a los juglares del medioevo, al fustigar a la autoridad y restituir la dignidad a los oprimidos'' cuya independencia y ``visión clara los llevaron a asumir grandes riesgos''.
Como ustedes no ignoran, en el pasado, y sobre todo a finales del siglo XVII y a principios del XVIII en Francia, en los años posteriores a Voltaire, la palabra panfleto gozaba de no mala fama: su connotación se asociaba con las mejores causas políticas y la autoría de las mejores plumas en ejercicio, como la de Paul-Louis Courier. El panfleto era entonces un opúsculo de actualidad, un alegato breve -o largo, según otros autores- de carácter explícitamente político y de naturaleza polémica, satírica y a menudo violenta. El panfleto se inspiraba en la actualidad y aludía a hechos reales, es decir, a la verdad efectiva de las cosas. Su estilo se desplegaba en la ironía y mediante un tono que asumían también los novelistas y los ensayistas en trabajos de tirada más larga que percibían un cambio de valores y una beligerancia de la impostura y la mentira en la moral ambiente. Y por eso, y en ese sentido, no me ha parecido injusto inferir que la obra escrita y actuada de Dario Fo se asimila a la noción clásica y muy digna del panfleto.
Aparte de mi experiencia como lector reciente de la obra que da título a este divertido volumen, tengo también la experiencia del espectador y me encomiendo a mi memoria. Muerte accidental de un anarquista se estrenó en septiembre de 1983 en el teatro de Santa Catarina, dirigida por José Luis Cruz y actuada por Héctor Ortega, Joaquín Garrido, Miguel Flores, Venónica Langer, Rosa María Bianchi, Víctor Trujillo, Emilio Ebergenyi y Guillermo Henry. Y ya ven ustedes lo que dicen los neurólogos: que la memoria es más perdurable si se relaciona con un contexto emocional (con la zona ``límbica'' del cerebro). Aquella emoción es la que pervive en mí como una experiencia personal y tiene que ver con el placer y la alegría, con la inteligencia del texto y de la puesta en escena, con la intencionalidad política del autor y la gracia de nuestros mejores actores, particularmente de Héctor Ortega.
No sé si mi receptividad como espectador obedecía más bien a la ``edad de la ideología'' -yo tenía dieciséis años menos y acababa de regresar de Italia-, pero lo cierto es que al recorrer ahora el texto impreso de Muerte accidental de un anarquista he tenido la sensación de que leía una obra referida al México de 1999, especialmente por la befa implacable que Dario Fo hace de los jueces, estos cardenales de toga negra -como los de nuestra Suprema Corte- que ponen toda su sabiduría jurídica al servicio de la ``verdad técnica'' sólo cuando puede empalmarse con la verdad del poder o la verdad política, ``la verdad conocida y la verdad que se busca'', como dicen los penalistas.
Una puesta en escena es como una persona que se muere. Nunca más la volveremos a ver, nunca más con los mismos actores ni matizada por el mismo director. Sólo sobrevive, como decía antes, en la zona emocional de nuestra memoria y nunca será la misma si se repone o se relee. El libro, por su parte, preserva la memoria de otra manera: impide que se sepulten las historias y la época que le tocó en suerte vivir a su autor.
Hacia finales de los años sesenta, se vivía en Italia una instancia de la inestabilidad política provocada. Se tenía el temor de un golpe de Estado como consecuencia de lo que los periodistas dieron en llamar entonces la ``estrategia de la tensión'', cuyos resortes y atmósfera abonaron la trama que Leonardo Sciacia urdió en una novela, El contexto, y que tenía semejanza con el postrer esquema de desestabilización política preparada para el golpe de Estado de 1973 en Chile. Estallaron bombas en los trenes y en las estaciones de Milán y Pescara, y en el Banco de Agricultura de Milán, que dejaron un saldo de más de veinte de muertos y ochenta y ocho heridos, y en esos días, el 15 de diciembre de 1969, ocurrió la muerte del anarquista ferrocarrilero Pino Pinelli.
``Pasaron tres noches -resume Carlo Ginzburg en El juez y el historiador- hasta que el cuerpo de Pinelli voló desde la ventana del despacho del comisario Luigi Calabresi, donde se hallaban en aquel momento un oficial de carabineros y cuatro agentes de la policía. Un periodista encontró a Pinelli tirado en el suelo, ya sin conocimiento. Dos horas más tarde, en una imprevista rueda de prensa nocturna, el comisario general de Milán, Marcello Guida, declaró a los periodistas que Pinelli, enfrentado a las pruebas innegables de su complicidad en el atentado, se había tirado por la ventana gritando: `¡Es el fin de la anarquía!' Posteriormente, esta circunstancia fue desmentida. Se dijo que Pinelli, en una pausa del interrogatorio, se había acercado a la ventana para fumar un cigarrillo: afectado por un desmayo, se había precipitado. A estas versiones distintas se contrapone una tercera, que empezó a circular insistentemente en el ámbito de la izquierda (tanto parlamentaria como extraparlamentaria): Pinelli, al recibir de un agente un golpe de karate mortal, había sido arrojado, ya cadáver, por la ventana del despacho de Calabresi.''
Todo fue muy oscuro. La policía estaba investigando la tragedia de Piazza Fontana, ocurrida en la capital lombarda pocos días antes. Así comenzaban en Italia los años del terror que culminarían con el secuestro y el asesinato de Aldo Moro por las Brigadas Rojas.
Como nos recuerda Sergio Martínez, Dario Fo decidió montar un espectáculo fuera de las salas y los circuitos tradicionales en el que, ante el silencio de los medios informativos, se discutieran las causas y los efectos del acontecimiento y se exhibieran -mediante la farsa que aparte de didáctica opera como ``una máquina que hace reír a la gente sobre cosas dramáticas, a fin de evitar la catarsis''- los modos que adopta la administración de la justicia en un sistema corrupto.
``Con la risa -dice Fo- queda dentro el sedimento de la rabia.''
A mucha honra, Dario Fo acepta el Premio Nobel que se le da ``a un juglar'', según sus palabras, y prosigue como si todavía tuviera veinticinco años dándole duro, duro, duro, al sistema judicial y sus sentencias dictadas por la oportunista ``razón de Estado'' en un país que se precia de ser la cuna del derecho y que, como decía Sciascia, también se ha convertido en la tumba del derecho.