MAR DE HISTORIAS Ť Cristina Pacheco

Los trofeos

Para Enrique Alonso

Las cejas tupidas y entrecanas no le impiden a Porfirio tener un registro plural de cuántos pasan frente a su carpintería. Aunque es uno de los establecimientos más frecuentados en el barrio, allí también se resienten los efectos de la crisis. Porfirio los resume y cuantifica en una frase: ''Antes me ordenaban muebles labrados, cantinas, recámaras con su chifonier y todo; ahora sólo me traen a componer muebles viejos''.

Si ese cambio desilusiona a Porfirio hay otro que lo desmoraliza aún más: ''Me piden una reparación con mucha urgencia, me mato haciéndola y después de que la termino resulta que se dilatan meses, si no es que años, en recoger el vejestorio. Con esto el único que sale raspado soy yo, pierdo tiempo, no cobro y tengo el taller repleto de porquerías''.

Al concluir su lamentación, el carpintero siempre se vuelva a mirar dos sillas de altísimos respaldos labrados. Se las mandó hacer Benito Zalce después de que ganó su primera pelea profesional. Aún mareado por el triunfo y abundantes brindis, El Beny se presentó en la carpintería, arrojó algunos billetes sobre la mesa de Porfirio y le ordenó: ''Dos sillas bien chingonas. Se las pienso regalar a mis jefes para sus bodas de plata''.

Motivado por el adelanto que le dio El Beny y seguro de que el boxeador seguiría conquistando mayores y más jugosos triunfos, Porfirio invirtió sus ahorros en la compra de materiales lujosos. Oler la caoba y sentir la trama del brocado que eligió para los asientos estimuló una imaginación que fue proyectándose en los adornos y garigoleos que embellecieron respaldos y patas. Cuando terminó su obra, el carpintero llamó a los vecinos para que la admiraran.

Los elogios que escuchó Porfirio materializaron su anhelo de ''ser alguien''; pero el sueño volvió a desvanecerse cuando intervino Elisa, su mujer: ''Gracias a Dios que te iluminó para que hicieras unas sillas tan imperiales, tan preciosas; ahora vamos a rezarle para que El Beny las recoja y nos pague lo que invertiste en los materiales, porque si no, ya estuvo que otra vez nos agarrarán los aguaceros sin que hayamos cambiado el techo. Está inservible, lleno de goteras y por la humedad que respiré el otro año sigo tose y tose''. En prueba de que no mentía, Elisa se estremeció en un acceso que la dejó sin aliento.

Porfirio fingió no dar importancia a las palabras de Elisa pero a partir de ese momento esperó con ansia la aparición del boxeador. El Beny nunca llegó: después del primer triunfo sufrió sólo fracasos y a la fecha es uno más de los bebedores que a veces mendigan en la calle.

El orgullo que Porfirio experimentó al ver terminadas las sillas se ha convertido, al paso del tiempo, en dependencia: ''necesita'' verlas antes de comenzar sus jornadas, sobre todo desde que sólo le encargan trabajos que no exigen la imaginación que plasmó en los muebles que le recuerdan las habilidades heredadas de su padre y también la juventud que ya siente alejarse.

II

Absorto en la reparación de una mesa, Porfirio se incomoda al oír el saludo de Rosalinda:

--Buenas tardes, Ƒestá muy ocupado?

--Algo, pero pásele --responde el carpintero de malhumor.

La vecina se detiene frente a las sillas: ''šQué chulas! Me imagino que todavía han de costar bien caras''.

--No las vendo. ƑEn qué puedo servirle?

Rosalinda advierte impaciencia en el tono de don Porfirio y le dice que si prefiere volverá otro día. ''No, no, dígame qué se le ofrece''. Cohibida, la mujer responde en voz muy baja: ''Una repisa chica''. Porfirio olvida otra vez la cordialidad: ''Pero qué tan chica. Porque mire, en eso de las medidas, todo es muy relativo: lo que a usté puede parecerle muy pequeño a otros les resulta grande y a la visconversa''.

Maravillada por las conclusiones del carpintero, Rosalinda eleva las manos y las pone a diferentes distancias una de otra, hasta que al fin se da por vencida y ríe nerviosa:

--Ay, Porfirio, la verdá, yo para calcularles a los centímetros siempre he sido malísima, mejor dígame usté.

--Todas las mujeres son iguales, pero qué tal a la hora de la hora: entonces sí saben muy bien de tamaños, Ƒa poco no?

Rosalinda pretende no entender el comentario pero enrojece. Satisfecho por la reacción de su clienta, Porfirio adopta una actitud muy profesional:

--A ver, dígame, Ƒqué piensa ponerle a la repisa: un santito, un florero, una planta?

Rosalinda tarda en contestar:

--Un trofeo.

--šAh, chingao!, eso si estuvo bueno. ƑY de quién es o qué?

--Mío, lo gané en un concurso que hicieron en la fábrica: fui la que hizo más balones en un mes; pero no crea que por eso me siento la muy muy. Ni fue tan difícil, la cosa estuvo nada más en echarle muchas ganas.

--ƑY se le hace poco? Ha de estar bien contenta.

Rosalinda gira hacia las sillas:

--Pues sí. Y entonces, Ƒcómo le hacemos?

--Si quiere tráigame el trofeo para que yo calcule la repisa. La vamos a hacer grandecita para que su premio luzca.

Rosalinda levanta la mano:

--Mejor no tanto. Más bien la quiero chiquita.

El cree advertir los motivos de Rosalinda:

--Si es por el precio, no se apure; le va a salir muy económica.

--No es por eso, sino porque no tengo lugar dónde ponerla.

Porfirio cierra los ojos y al cabo de una breve reflexión dice:

--En su sala. Allí estaría muy bien.

--Es que pienso ponerla en la recámara y allí está todo lleno, nada más queda espacio entre el ropero y el trinchador que le estoy guardado a mi comadre.

Don Porfirio ladea la cabeza:

--ƑEn serio piensa poner su trofeo en la recámara? Allí nomás lo verán usté y el ganón de su marido. Hágame caso: póngalo en la sala, donde todo el mundo pueda verlo.

La satisfacción brilla en la mirada de Rosalinda:

--Yo también pensé acomodarlo encima de la tele, pero luego pensé que a lo mejor ni está tan bonito.

El carpintero le guiña el ojo a Rosalinda:

--ƑA poco tiene otros?

--No, qué va, es el primero y pienso que será el veintiúnico.

--ƑEntonces por qué dice que está feo?

--No, si yo no lo digo, fueron mis hijos. El día que me lo gané quise darles una bonita sorpresa y lo puse encima de la tele.

Cada vez más fascinado por la proximidad de Rosalinda, Porfirio celebra:

--Bueno, y si ya lo puso ahí, Ƒpor qué se le ocurre refundirlo en su recámara?

La mujer responde con un tono que parece más un desahogo:

--Por mis muchachos. Al principio ni se fijaron en el trofeo. Yo pensé: 'Ƒpos cómo le hago para que lo vean?' Y entonces se me ocurrió decirles que si no querían ver la novela. Uh, los hubiera oído: me salieron con que estaban hasta el gorro de ruido y quién sabe qué tanto. Me callé, con la esperanza de que mi esposo, que es bien observador, notara mi premio.

--Me consta. Bueno, Ƒy qué le dijo?

--Rosalinda se guarda las manos en las bolsas del vestido y luego responde:

--Nada más gritó: ''ƑQuién dejó esa madre allí? ƑQué no saben que a la tele no hay que ponerle nada encima porque se amuela?''

--Le contesté que había sido yo y que la madre era un trofeo que acababa de ganarme en la fábrica. Ya luego me felicitó, pero mis hijos se agarraron a decirme que mi premio estaba espantoso, que parecía chichi de vaca y que fuera pensando en guardarlo donde sus amigos no lo vieran, porque se iban a burlar de ellos.

Porfirio adivina que el recuerdo daña a Rosalinda y trata de consolarla:

--Así son los jóvenes, ni se mortifique. Si no anda de mucha carrera, me gustaría que se esperara tantito mientras hago el boceto de la repisa para que de una vez me diga si le gusta; yo de antemano creo que sí, porque estoy pensando en hacerle una auténtica chulada.

Sin esperar respuesta, Porfirio vuelve a su mesa de trabajo, toma papel y lápiz pero no puede concentrarse: necesita ver a Rosalinda porque, como las sillas imperiales, le recuerda su imaginación y la juventud que ya siente alejarse.