n Bárbara Jacobs n

Sala de espera

La sala de espera del obstetra consistía en un salón en el que cada paciente, sentada ante una computadora negra y pesada sobre un escritorio, aguardaba su turno, encajonada en un cubículo individual de tres paneles que no rebasaban un metro sesenta de altura. El salón era sombrío, parecía sin sacudir, las plantas estaban sin regar. Cuando me condujeron ante la computadora que me correspondía, mi inquietud me hizo suspirar. La empleada, sin uniforme, desaliñada al igual que otras empleadas que hacían acto de presencia cada tanto, deseosas de que las pacientes advirtiéramos que cumplían misiones en nuestro beneficio, me aseguró entre susurros que mi computadora, aunque de hecho no funcionara sino con maña, era nueva y estaba en tan buenas condiciones como cualquiera de las otras a nuestro alrededor. En vista de que, a pesar de que procuré dejarla hacer y decir sin mostrar mi desasosiego, volví a suspirar, desapareció solícita y no reapareció sino con una máquina de escribir en las manos. "ƑPrefiere ésta?" Sin dudarlo, asentí. "Pero no es electrónica", me advirtió, a la vez que le quitaba de encima una cubierta de plástico y descubría ante mí una máquina de escribir clara, ligera. Retiró la computadora; en su lugar colocó la máquina de escribir y, ansiosa a mi lado, esperó mi aprobación.

Justo cuando otra empleada llamaba a consulta a una de las pacientes en la sala de espera, vi cómo cuatro mujeres se retiraban lentamente hacía la salida. Supe que entre ellas iba la paciente a la que por fin le había llegado el turno de entrar a consulta pues, al llamarla insistentemente por su nombre, la empleada la había seguido con la mirada hasta no verla cruzar la puerta de salida. Con sus acompañantes, se encaminó directamente a un invernadero más allá del salón de las computadoras en el que yo me encontraba. Sonreí al observar la indiferencia con la que desatendió la llamada. Las cuatro me dieron la impresión de ser de la India; admiré la forma imperturbable en la que acataron su decisión de marcharse y no esperar más, así hubieran invertido horas en espera de su turno, y así, justamente cuando se marchaban, las llamaran para por fin entrar a consulta. Se confundieron con las plantas del invernadero, Ƒme habría gustado imitarlas?

Lo cierto es que, así como verme ante una computadora, encajonada en un cubículo de pacotilla en vez de una sala de espera convencional, me había inquietado, la perspectiva de entrar con el obstetra me inquietaba más. La incongruencia de la presencia de computadoras en la sala de espera de un obstetra, no era tan inquietante para mí como haber visto que una paciente había decidido no cumplir con su cita. ƑPor qué se había marchado? La empleada interrumpió mis reflexiones. "ƑNo quiere escribir?", me preguntó, señalando la máquina que aparentemente yo había recibido con júbilo; o señalando la máquina que a ella le había dado tanto júbilo encontrar en el armario con tal de complacerme, a mí, una paciente entre un número indeterminable, que había rechazado con un suspiro la computadora.

Yo no había llegado a acomodarme bien ante la máquina de escribir, ni de hecho dentro del cubículo. Estaba sentada en el umbral de éste, indecisa entre acabar de entrar o, de una voz, ponerme de pie y seguir a la paciente de la India y sus amigas hacia el invernadero. Pero me contenía. La víspera había soñado que, en medio de un caos desbordado, al que no encontraba pies ni cabeza, había efectivamente levantado vuelo. Qué sensación tan real de libertad, de liberación; inolvidable. Miraba para abajo y me reía en las alturas del enmarañamiento que veía, libre de él; libre. Un sueño de tal trascendencia que, apenas sujeta a cumplir mi cita con el obstetra, no lo iba a desperdiciar siguiendo a ciegas a las ciudadanas de la India en su penetración al invernadero, mimetizándome como ellas, vestidas de verde, con trenzas negras y pesadas contra la espalda, recorriendo su columna vertebral, con las plantas.

"ƑNo quiere escribir?", repitió la empleada a mi lado quien, al oír que la puerta del consultorio se abría y yo, y toda otra paciente que esperara turno encajonada en un cubículo ante una computadora, podíamos seguir con precisión el diálogo que sustentaba el obstetra con otra persona, se soltó a contarme casi a gritos su vida, o una historia dramática como cualquier otra, con la evidente intención de que no distinguiéramos nada de lo que el obstetra decía. Sin embargo, alcancé a oírlo afirmar que había asuntos de los que era mejor no hablar, porque, a veces, las cosas muy bien pensadas no avanzan. "A veces las cosas muy bien pensadas no avanzan", repitió, como con los dientes apretados, como si mientras lo decía, ajustara un tornillo, o tratara de acoplar algo que, por perrumbroso, se lo dificultara.

Me incorporé y alcé la vista por encima del borde superior de uno de los paneles de mi cubículo, hacia el consultorio y vi al obstetra. Sobre una camilla, forcejeaba con los alambres de un cubo roto.