Jordi Soler
La ruta del polvo

Difícil salir ileso después de escuchar esa línea, dicha por el cura en el momento de dibujar la cruz en la frente de los fieles: recuerda que polvo eres y en polvo te convertirás. Hay quien sale de la iglesia y se compra un esquite o un algodón de dulce o un helado para resanar desde el estómago ese hueco que el cura les dejó en el ánimo. Hay quien se deprime unos minutos o unos días luego de oír semejante verdad. También están aquellos que lo asimilan rápido y que se acuerdan de que son polvo hasta que se miran la frente en el espejo antes de dormirse.

Ese día la calle se convierte en un espectáculo, todos andan con su cruz como si no fuera una rareza tener la frente pintada. Quizá la cruz va en la frente para que la reflexión sobre el polvo caiga más directamente en la bandeja de la conciencia; de otra manera el asunto se vuelve un poco confuso, porque el que trae puesta la cruz de ceniza no puede verse la frente, a menos que se encuentre en el caso del tipo que se mira en el espejo. Aquí es donde puede estar el meollo social del asunto. El cura me pinta una cruz para que la vean mis hermanos, y yo a mi vez veo todo el tiempo la cruz que traen ellos. De esta manera la reflexión sobre el polvo es doble, veo una cruz de ceniza y simultáneamente cae mi propia cruz en la bandeja de mi conciencia.

La experiencia del miércoles de ceniza se vuelve más intensa en algunos lugares, en un bar, por ejemplo. Entran los clientes habituales, se instalan en la barra o en una mesa y ordenan la bebida de su preferencia. El resultado es un espectáculo interesante. No sería raro que alguno de los clientes no habituales entre ese miércoles al bar para beberse una cerveza y sentirse menos polvo. Centrémonos en la barra de este bar hipotético. Vemos una tercia de amigos, un poco jalados hacia el territorio del júbilo por la vía de dos o tres tequilas. Vienen de la iglesia, que está por el rumbo del bar, con la cruz de ceniza pintada en la frente. A uno de ellos, el calvo, le pusieron la ceniza más arriba, más allá de la frente, más acá de la nuca, francamente en la cabeza.

Aquí el cometido social del acto se desvanece, porque el de enfrente no puede reflexionar a partir de la cruz del calvo, el que puede reflexionar, en todo caso, es el de arriba, si es que lo hay, y si no la reflexión puede activarse cuando el calvo se siente, pero ese ya es otro asunto, por lo pronto los tres están de pie.

El de en medio tiene las cejas juntas y por alguna razón difícil de adivinar, o a lo mejor demasiado fácil, el cura le puso la cruz justamente en el lugar de la frente donde se le juntan las cejas; da la impresión de que quiso aprovechar el travesaño natural que tiene ese rostro. El tercero es el más jubiloso de los tres, suda copiosamente, se ríe a carcajadas, le da grandes tragos a su caballito de tequila, en fin, es algo así como el alma de la fiesta. Cada vez que habla, o grita, se pasa la mano por la frente y se esparce un poco más el manchón negro de ceniza. Si no fuera el miércoles que es alguien tendría que avisarle que se limpiara esa mancha oscura. La mitad de la ceniza que le puso el padre, hace dos o tres horas, en la frente, pasa a ocupar la palma de su mano.

Cada determinado tiempo llega alguien a saludar al trío, son clientes habituales y se conocen y se saludan cada vez que se encuentran. Nadie sospecha, ni él mismo, que el más jubiloso de los tres comparte la ceniza que trae en la frente cada vez que estrecha una mano; les dice, sin querer, que polvo son y que en polvo van a convertirse.

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