En la primera y segunda mitad del siglo América Latina fue estremecida por dos acontecimientos de singular proyección política: la revolución mexicana y la revolución cubana. México y Cuba pueden hablar de ``revolución'' porque, fuera del efecto corrosivo del tiempo, ninguna de estas naciones retornó al estado preexistente a 1910 y 1959.
Hablemos entonces del debate político que en ambos países tuvo lugar para pensar qué es y no es democracia. Y consideremos que precisamente, porque hubo revolución, México y Cuba son pilares de la historia moderna de América Latina. No es un dato menor: por el Zócalo y por la heladería Copelia circuló todo lo que somos y no somos, todo lo que fuimos y no fuimos. Ningún otro estado del continente puede ostentar similares rasgos distintivos.
Pero si vamos a hablar de revolución y democracia tratemos de ser originales, cuidándonos de la ``pluralidad'' excluyente, privativa de quienes con florido plumero clavado en la oreja suponen encarnar las ``tradiciones del humanismo liberal''. Que entre bueyes no haya cornadas. Y que las formas insidiosas de la erudición conlleven algo más que conocimiento inerte.
A propósito del juicio a Pinochet, y con el afán de golpear a Fidel Castro, algunas voces del ``humanismo liberal'' sostienen que ambos personajes son ``lo mismo''. Pero ya en Por una moral de la ambigüedad (Ed. Schapire. Buenos Aires, 1956) Simone de Beauvoir analizó, con rigor marxista, la posición de los ``extremos de uno y otro signo''.
En páginas densas, de tensión sostenida y metiéndose en la piel de los unos y de los otros De Beauvoir enriquece con lucidez el acervo crítico que intelectuales marxistas y no marxistas venían haciendo de la realidad soviética. Sin embargo, si leemos su ensayo con el método Frank Sinatra (``A mi manera'') es posible concluir que la señora, baluarte del pensamiento contemporáneo, fue una suerte de comisario ideológico del estalinismo.
El problema surge del modo de entender la lógica. En el caso de los intelectuales ``éticos'' la lógica funciona más o menos así. Pregunta: ¿cuántos latinoamericanos fueron asesinados por razones políticas en los últimos 40 años? Respuesta: estoy contra la violencia ``provenga de donde provenga''. Pregunta: ¿cuál es, después de Tailandia, el país líder de la prostitución infantil en el mundo? Respuesta: lo ignoro pero en Cuba hay jineteras. Las respuestas objetivas serían ``medio millón y Brasil''.
Pero si al intelectual ``ético'' se le precisa la realidad, se deprime. Entonces, la manipula con palabras que logran récord repitiente: ``democracia'' y ``libertad'' se llevan las palmas. ``Tolerancia'', también. Y uno empieza a inquietarse. ¿Será porque alfabéticamente, en el Diccionario filosófico de Voltaire este vocablo se encuentra vigilado por ``teología'' y ``tortura''?
Al ``humanista liberal'' le causa horror jugarse por algo más que ideas y palabras. A fines de los 60 por ejemplo, Vargas Llosa escribió un interesante ensayo sobre la histórica polémica que Sartre y Camus sostuvieron en Les temps modernes, con motivo de la publicación de El hombre rebelde (1951).
El peruano tomaba partido por Camus, humanista consecuente, y yo también porque mi ideología no era impedimento para vibrar con los editoriales de Combat. ¿Pero quién puede imaginar a Vargas Llosa arriesgando el pellejo por nada?
Hay intelectuales e intelectuales y hay héroes y héroes. Aceitados por la maquinaria mediática, hay intelectuales que, preocupados (eso dicen) por las ``vidas humanas'' que ocasiona la injusticia han puesto de moda el síndrome de Estocolmo: culpar a las víctimas de su capacidad de rebelión. Otros se escudan en Gandhi. Pero su pacifismo es ajeno a la valentía y jamás se los va a encontrar en un mitin popular. Hablan de la ``histórica ceguera de la izquierda...'' y sentencian, exonerados de culpa, que ellos son la izquierda verdadera: la ``humanista''.
Pero ¿cuál izquierda es ésa? ¿La que entona el verso de Brecht: ``feliz el pueblo que no necesita de héroes''? Hermoso. Pero entonces deberíamos preguntarnos si nuestros pueblos son felices. Así podríamos empezar a entender por qué, al equiparar a Fidel y Pinochet, estos intelectuales nos dicen que el parto y la hemotisis son iguales porque ambos traen sangre. Y hasta lo creen.