Adolfo Sánchez Rebolledo
El voto de los pobres

La ley prohíbe expresamente el uso de los recursos públicos para condicionar el voto de los ciudadanos, tipificando como delitos ciertas prácticas que durante décadas se consideraban tan normales como la falta de competencia partidista.

El artículo 107 del Código Penal prevé sanciones para el servidor público que ``... condicione la prestación de un servicio público, el cumplimiento de programas o la realización de obras públicas, en el ámbito de su competencia, a la emisión del sufragio en favor de un partido político o candidato''.

Bajo el régimen de partido casi único esas prácticas parecían lo más natural del mundo. Era tan delgada la línea que separa al gobierno del partido, que casi no se ve la diferencia entre la acción oficial y las campañas electorales con que se renuevan los mandos políticos bajo el principio sagrado de la ``no reelección''.

Al monopolio político del PRI corresponde el monopolio clientelar que administra el gobierno, a cuyas costas se realizan delirantes campañas cuyos resultados (``si el voto ciudadano me favorece'') se sabían de antemano, aunque no eran una completa mascarada inútil, pues servían para conferirle cierta legitimidad ``democrática'' al elegido, gracias a la aplanadora tricolor. La ciudadanía, en especial la mayoría más pobre, asiste a esas elecciones para recibir sin compromiso las minúsculas porciones de esperanza renovable (y despensas) que le ofrecen los candidatos.

Con el pluralismo político y las reformas electorales que sustentan la transición a la democracia, las cosas comenzaron a cambiar. Por primera vez los votantes votaron y los votos se contaron, pero muchas de las prácticas tradicionales se mantuvieron a contrapelo de los grandes cambios ocurridos, sobre todo en las regiones donde las necesidades populares están a flor de piel.

Son tantas las carencias de la gente, que los mismos partidos de oposición resolvieron enfrentar el clientelismo priísta aconsejando a los ciudadanos que tomaran los regalos electorales sin sentirse por ello obligados a votar por el PRI, pues resultaba inútil pedir que la gente rechazara materiales para la vivienda o despensas cuando se vive en la penuria más extrema. Pero esta recomendación pragmática, y hasta cierto punto inevitable, se traduce en un intercambio moral pobre y políticamente dudoso, que no evita las actitudes fraudulentas pero, en cambio, refuerza la idea antidemocrática de que el voto es materia de trueque.

Es obvio que la alternativa al viejo clientelismo no es que todos los partidos hagan lo propio, aprovechando de la peor manera las necesidades de la gente. En ocasiones no es tan sencillo determinar cuándo las acciones de gobierno se utilizan sólo para inducir el voto y cuándo se hacen en cumplimiento de sus obligaciones pues, más allá de los casos flagrantes de mercadeo electoral que constituyen delitos, es evidente que todas las actividades gubernamentales intentan ``condicionar'' al electorado para que éste siga depositando su confianza en el partido en el poder. La solución no es, no podría ser, cancelar los programas sociales, sino sustraerlos de la disputa electoral mediante procedimientos de fiscalización más certeros y eficaces, sujetándolos al control de la sociedad.

Pero en el fondo de todo este asunto no hay más que una realidad brutal que seguirá conspirando contra la democracia, a saber: la pobreza de millones que están cansados de las promesas incumplidas. Da vergüenza que a cada elección se destinen millones de recursos que se convierten en dádivas, sin que los partidos asuman una postura definida ante la miseria de ``sus'' votantes y no sólo ante la eventualidad del fraude.

¿No va siendo hora de que los mexicanos asumamos que no habrá democracia en serio mientras una porción enorme de la población carezca de lo más elemental?