Cuando se habla de Ireneo Paz la referencia inmediata es que se trata del abuelo del poeta Octavio del mismo apellido. Más conocido en su época como político afín a Porfirio Díaz y fundador de dos diarios de oposición a Juárez y a Lerdo de Tejada, los historiadores del teatro mexicano -Enrique de Chavarría y Jáuregui y Luis Reyes de la Maza- ni siquiera lo consignan como dramaturgo. Gracias a los indispensables tomos antológicos (Teatro mexicano, Historia y dramaturgia, CNA) recopilados por Armando Partida con el auxilio de Jaime Chabaud -y que, en otro tomo, también del autor, reproduce ¡La bolsa o la vida!- podemos conocer el texto de Los héroes del día siguiente, que acaba de estrenar Alejandro Ainslie dentro de un pequeño ciclo, ``México, sociedad, cultura y política del siglo XIX'', programado por la anterior administración de Teatro y Danza de la UNAM. Escrito en la prisión militar de Santiago Tlatelolco (y aquí tengo una duda respecto a las fechas. El propio Ireneo Paz da como buena la de 1859, pero la prisión sufrida por el autor y documentada fue a raíz de la asonada del Plan de la Noria en 1871), esta comedia de costumbres tiene una gran vigencia en la actualidad porque, por desgracia, podemos reconocer gran parte de las transas políticas que se daban en esa época y que en la nuestra no han sido superadas.
La comedia es débil en cuanto a su construcción, y el tercer acto es reiterativo y casi se puede decir que sobra. Posiblemente el autor se ciñó a los tres actos de rigor por la influencia española que se tenía entonces. Pero sea como fuere, tiene su gracia y Ainslie logra extraer en cada uno de los momentos, en cualquiera de los parlamentos, todas las posibilidades escénicas.
Su adaptación consiste en pequeñas omisiones y adiciones al texto, que en nada desfiguran la intención del autor y que dotan a la escenificación de algunas picardías modernas -como sería el ansia amorosa de don Hilarión y doña Rosalía cuando el esposo pide ayuda a la esposa para cambiarse y que se logra con un mínimo añadido al texto y la actitud actoral-. El malicioso subrayado en el programa de mano a la acotación de ``Epoca actual'' nos da el doble juego de la escenificación, que contempla un diseño de actitudes neoclásicas, muy propias de la época en una obra que no requiere de fallidas actualizaciones para que la sepamos contemporánea.
En una muy sobria y eficaz escenografía de Philippe Amand y con un vestuario de María Elena González que respeta en todos los usos y costumbres de la época sin olvidar las necesidades que marca el autor, Alejandro Ainslie saca mucho jugo al material que tiene entre manos. Descompone en dos alguna escena que Paz da como única espacialmente, como puede ser la alternancia de parlamentos entre las mujeres en el gabinete de doña Rosalía en el nivel superior del escenario y de los hombres en la salita inferior. Este sería un ejemplo de una escenificación plena de imaginación y logros. Otro ejemplo sería la broma, que no está en el texto, que hace Rosalía a sus compinches, y la respuesta de ellos, con mera actitud corporal, al recibir la notificación de los nombramientos. O el intercambio de bigotes cuando don Procopio o don Canuto aparecen disfrazados.
Como muchas otras comedias de costumbres, ésta roza la farsa en cuanto a la unidimensional de sus personajes. El director lo acentúa, dotando a cada actor y actriz de una característica especial. Si el tono de las mujeres es más afectado que el de los varones, cada una de ellas actúa siguiendo un patrón personal. Ana Celia Urquidi, como Rosalía, sin dejar sus modos estilizados, cae por momentos en modales teñidos de cierta vulgaridad, como es el de dar codazos o pegar en el brazo del interlocutor. Avelina Correa, como Julia, es la que tiene mayor juego neoclásico, casi paródico, en sus escenas con Narciso. María de la Luz Zendejas, como Ciriaca, mantiene un gesto que intenta gran distinción.
Es en los personajes masculinos en donde los estereotipos son más notables. Luis Rábago, como Hilarión, disfraza su tontería con una impostación grandilocuente y colérica; hay que destacar los diferentes tonos de voz con que repite las palabras de su mujer en conversación con Narciso, nada difíciles en un actor de su trayectoria, pero que están dadas con mucha gracia. Alvaro Carcaño como Procopio, altanero y erguido siempre, excepto cuando se disfraza. Luis Artagnan es un Narciso que tropieza en sus entradas y salidas y alterna el impulso juvenil con la grandilocuencia de sus momentos románticos. José Sefami es quien lleva a cabo el mayor estereotipo, en ese Canuto cobarde que se quiere marcial con su ridículo paso que no abandona ni siquiera en ropas mujeriles. En este caso, el tono fársico es muy congruente con la gran farsa política que se ve en escena y con el propio espíritu del texto de Paz.