n Carlos Martínez García n

Universidades católicas y control clerical

La alta burocracia del Vaticano pide a los sistemas educativos laicos lo que busca restringir en sus propios centros docentes. A los primeros los acusa de estarle mutilando a los estudiantes un derecho al que deberían tener plena garantía de acceso, el de recibir educación religiosa de acuerdo con los deseos de sus familias. A los segundos, los centros educativos católicos, busca ceñirlos más al control de las autoridades eclesiásticas por encima de cualquier argumentación de respeto a la libertad de organización académica.

En su Constitución Apostólica sobre las Universidades Católicas de 1990, Ex Corde Ecclesiae (Desde el corazón de la Iglesia), Juan Pablo II dio lineamientos generales acerca de la misión de los centros educativos católicos alrededor del mundo. Los principios globalizadores sentados en ese documento fueron bien recibidos en los círculos de la jerarquía romana y por los dirigentes de las instituciones de educación superior católicas que estuvieron al tanto del asunto. Los problemas empezaron cuando la declaración de propósitos tuvo que ubicarse en la realidad en que se mueven las universidades vinculadas confesionalmente con Roma. A cada conferencia nacional de obispos le correspondió trabajar para establecer el cuadro normativo que aplicará las líneas papales de Ex Corde Ecclesiae. Por ejemplo, en el caso de Estados Unidos, donde el sistema educativo superior católico está compuesto por más de 200 universidades, el proceso ha sido objeto de acaloradas polémicas y jaloneos cada vez más fuertes. En 1993 la comisión designada por la Conferencia Nacional de Obispos Católicos de Estados Unidos circuló sus conclusiones. Una de ellas en particular levantó resquemores: la obligatoriedad de los profesores católicos de teología de contar con el visto bueno de sus respectivos obispos. Los críticos dentro de los mismos círculos universitarios y eclesiásticos católicos norteamericanos reaccionaron por considerar que la norma era inconsistente con la autonomía propia de las instituciones de educación superior.

El diálogo y las negociaciones para lograr un consenso entre la fuerte comunidad de rectores ųque en Estados Unidos son denominados presidentesų universitarios y la jerarquía católica estadunidense llegó a lo que pensaban eran buenos acuerdos. Sólo faltaba la bendición del Vaticano. Sin importarle a la burocracia romana que en noviembre de 1996, por una diferencia de 224 votos contra 6, la Conferencia Nacional de Obispos Católicos había aprobado un nuevo conjunto de normas que contó con el respaldo de los cuerpos de gobierno de prácticamente todas las universidades católicas, le regresó a la jerarquía norteamericana (abril de 1997) su documento con una serie de observaciones que deberían incorporarse para estar en concordancia con las prescripciones deseadas en Roma. Una nueva comisión se puso a limar los puntos de fricción. El resultado, según los opositores, quedó peor y es más peligroso para las universidades católicas que los intentos anteriores.

En la nueva versión se prescribe que todos los profesores católicos de teología en las universidades católicas deben obtener el permiso del obispo local para enseñar. Los presidentes (rectores) al tomar protesta de su cargo deben hacer una profesión de fe católica y un voto de fidelidad al magisterio de la Iglesia. Además, sólo católicos fieles, quienes manifiesten integridad doctrinal y ética, podrán ser reclutados para las facultades de las instituciones católicas. Los más decididos opositores a esas pretendidas regulaciones son los jesuitas. En el editorial de una de sus publicaciones (America, 14/XI/98) se refieren a las medidas como impracticables y peligrosas. Allí mismo consideraron que los requisitos ''pueden estar bien para los seminarios católicos. En las universidades católicas, que viven en un mundo de asociaciones competitivas y regulaciones gubernamentales, la adopción de las normas mencionadas podría revertir tres décadas de desarrollo'' y disminuiría la contribución católica a la educación superior de Estados Unidos, cuyo ''pluralismo es una de sus grandes fuerzas''.

En la edición de America (30/I/99), J. Donald Monan (presidente de Boston College de 1972 a 1996) y Edward A. Malloy (presidente de la Universidad de Notre Dame desde 1987), hacen una lectura de lo que para ellos deberían ser la catolicidad de las universidades, la necesidad de salvaguardar la libertad de cátedra y la autonomía de las instituciones. El intervencionismo y/o supervisión doctrinal por parte de los obispos, apuntan Monan y Malloy, acabaría con uno de los propósitos de un centro de educación superior católico: mantener el diálogo con la cultura moderna, la capacidad de aprender de ella así como influir en su desarrollo. Pues sí, pero lo que en el Vaticano buscan no es aprender del mundo contemporáneo sino exorcizarlo.