n Angeles González Gamio n
La Soledad
La prodigiosa ciudad de México estuvo, desde sus orígenes, conformada por barrios. A la llegada de los españoles había cuatro principales que se conservaron en la nueva ciudad, agregándosele al nombre náhuatl el de un santo. Así surgieron San Pablo, San Sebastián, Santa María la Redonda y San Juan, apelativos que aún subsisten.
Estos barrios quedaban dentro de lo que se llamó "la traza", que habría de ser habitada exclusivamente por los hispanos, asunto que no se cumplió en la realidad, pues requerían de los servicios de los indígenas para llevar la vida comodona que consideraban merecer por su hazaña conquistadora. Así, en los alrededores se desarrollaron barriadas miserables que paulatinamente se fueron integrando a la supuestamente exclusiva capital.
Al oriente se erigieron los barrios de Manzanares, San Lázaro, La Palma y La Soledad, cada uno de ellos con su respectivo templo; todos, para nuestra gran fortuna, aún existen. Hoy nos ocuparemos de La Soledad, cuyo distintivo principal es una enorme plaza en cuyo centro se encuentra la iglesia precedida por un vastísimo atrio. Fue obra de los agustinos, quienes la erigieron como parroquia en el siglo XVI, designándola con el nombre de Santa Cruz y Soledad.
Como sucedió con todas las construcciones de esa centuria, décadas más tarde fue reconstruida. A ésta le tocó en 1727, cuando el modesto templo original fue sustituido por uno de estilo barroco. En los años cincuenta de ese siglo, se hizo cargo de la parroquia Gregorio Pérez Cancio, párroco entusiasta que a lo largo de los casi cuarenta años que estuvo en el lugar organizó rifas semanales, siempre exitosas, pues el boleto costaba medio real, accesible a la población de modestos recursos del barrio y sus alrededores. También era muy competente para conseguir donativos entre los más pudientes; con ambos procedimientos logró hacer un considerable fondo que le permitió ampliar y remodelar totalmente la iglesia al estilo neoclásico, que estaba poniéndose de moda a fines del siglo XVIII.
El resultado es una construcción tipo basílica, con tres naves, cúpula y dos torres. El cronista Lauro E. Rosell nos informa que "en el interior hallábanse retablos un tanto modernos de buena factura y buenas pinturas debidas al pincel de artistas mexicanos, y en el coro un barandal de hierro forjado y dos originales campaniles". También menciona la imagen de la Virgen de la Soledad, que dice que era tan venerada que la gente del pueblo decía que, "después de su Lupita, Chole era la predilecta".
La gran mole de cantera es más impresionante que bella, ya que no está bien proporcionada; la altura de las torres no corresponde a las dimensiones del ancho cuerpo central de dos pisos. Seguramente es un diseño del emprendedor párroco, quien parece que le atribuía la idea al arquitecto Manuel Tolsá, asunto bastante dudoso.
En esta iglesia se inició, en 1926, el movimiento religioso cismático, que provocó serios trastornos y escándalos entre los numerosos vecinos del barrio, motivando la intervención de la policía y la clausura del edificio. Como consecuencia, pasó a manos de la Secretaría de Educación Pública, que lo iba a destinar a biblioteca; ante ello, los vecinos católicos se organizaron y solicitaron, con éxito, que les fuese devuelto. Posiblemente, en esa época se labró en la portada el siguiente mensaje en grandes letras: "Nadie pase a este lugar sin afirmar con su vida que María fue concebida sin la culpa original".
Actualmente despojado de obras valiosas, continúa abierto al culto, presidiendo la monumental plaza rodeada de jardines, en uno de los cuales se reúne el que dice ser el afamado Escuadrón de la muerte, grupo de teporochos que beben hasta que alguno se muere y su lugar es remplazado por un nuevo miembro. Esto nos dice que el rumbo no es el más amable, pero se puede visitar en una mañana de domingo. Y hay que señalar que, en realidad, siempre fue un barrio bravo, vecino de zonas de gran comercio y actividad como La Merced, la Candelaria de los Patos y Tepito.
Un buen lugar para platicar sobre estos añejos barrios es el Centro Castellano, en la calle de Uruguay 16. Este restaurante conserva excelente comida española, en la que destacan los platillos que preparan en un enorme y hermoso horno de piedra y ladrillo, en el cual se puede asomar para ver los lechones, corderos y los pechos de ternera asándose lenta y suculentamente en su propio jugo. El problema es por cuál decidirse; las raciones son muy generosas, así que se sugiere compartir. También hay langostas vivas.