n Néstor de Buen n
Una confianza que se tiene que ganar
Había sido invitado con tiempo suficiente. Pero un error en mi agenda, sólo atribuible a mí mismo, me hizo creer que este pasado jueves no podría acudir a la Cámara de Diputados para participar en un debate sobre la reforma del artículo 102 constitucional, cuyo apartado "B" crea las comisiones de derechos humanos y, al mismo tiempo, impide su intervención en asuntos de la justicia federal, electorales, laborales y jurisdiccionales.
Una llamada oportuna de Arturo Alcalde el día anterior y antes la confirmación de que me había equivocado por un mes de diferencia en un compromiso en Monterrey, me permitieron acudir, aunque un poco tarde (obligaciones académicas matutinas) a la muy interesante reunión.
Organizada por la Comisión de Derechos Humanos de la Cámara, en realidad más que debate fue una serie de exposiciones de 15 minutos, más o menos cumplidos.
Dije varias cosas. En primer lugar, que los derechos humanos deben entenderse como garantía frente a actos del Estado y que los conflictos entre particulares no están considerados como de la competencia de las comisiones. Y también dije que no solamente había que eliminar la excepción de los asuntos laborales, que ese era el objeto de la consulta pública, sino todas las demás. Lo dije con dedicatoria especial a la llamada justicia federal (no merece, en general, mayúsculas), de cuyas hazañas puedo dar buena cuenta.
No se trata, por supuesto, de que las comisiones de derechos humanos se conviertan en una última instancia. Por muchos errores que se cometan en esas alturas (suponiendo sin conceder que se trate de errores), el sagrado principio de la cosa juzgada no puede ser eliminado. Alguien tiene que decir la última palabra.
Se trataría, en cambio, de juzgar a los jueces. Y si me refiero en particular a los federales, ello debe entenderse respecto de todos, incluyendo ese instrumento negativo y antisocial que suele conocerse por juntas de conciliación y arbitraje.
Uno de los problemas más graves que se presentan en nuestra golpeada sociedad es el de la impunidad. Y de ella disfrutan esos personajes que se defienden del diálogo con los litigantes, no porque se considere que es indebido anticipar una opinión, sino porque no tienen más argumentos que el poder y el silencio. Acompañados muchas veces de actitudes de verdadera majadería con quienes, con todo derecho, les exponen sus puntos de vista.
He sugerido alguna vez que los proyectos de sentencias se den a conocer a las partes, se reciban sus alegatos escritos a corto plazo y se resuelva lo que corresponda. Pero de esa manera se pondrían en evidencia todas las corrupciones que padece el poder judicial (con minúsculas, por supuesto), entre las que se encuentran, además de las económicas, el amiguismo, el influyentismo y en muchos casos una impreparación lamentable. El problema es notable en materia laboral.
Las comisiones de derechos humanos deben juzgar a los jueces. Y aunque sólo tengan el arma de las recomendaciones, no hay que olvidar que pueden ir acompañadas de la publicidad y esa es sanción más enérgica que muchas de otro calibre.
Genaro David Góngora Pimentel decía este miércoles, en una ceremonia importante, que los jueces deben mantener la confianza del pueblo. Estoy de acuerdo con el presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, con una condición: que primero se la ganen.
En este momento la opinión sobre los jueces en nuestro país es, con toda razón, absolutamente negativa. Pregúntenles a los deudores de la banca. Pero no sólo a ellos.
Vale la pena. šJuzguemos públicamente a los jueces! Esto hace indispensable la reforma del 102 constitucional.