n Rolando Cordera Campos n

La fiscalidad esquiva

Se anuncia esta semana el inicio de los trabajos sobre la reforma fiscal. Sin demasiado entusiasmo, los actores estelares del drama impositivo mexicano se aprestan a abordar los temas espinosos de los impuestos y la distribu- ción de las cargas a que dan lugar los principios generales de equidad y proporcionalidad que acompañan a la doctrina fiscal moderna. Habría que esperar y aspirar a que también fuesen incorporados en las deliberaciones los temas que son propios de la progresividad, fundamentales cuando además de recaudación se habla de justicia social.

No se ha asumido entre nosotros la importancia que tiene la cuestión fiscal para el México que de todas formas despegará el próximo siglo. Por siempre se le ha tratado como un asunto susceptible de ser puesto debajo de la alfombra, sin que hayan tenido lugar alguno consideraciones estratégicas de ningún tipo. El juego de la fuga hacia adelante fue el preferido de financieros y gobernantes, dejando a la deuda o el financiamiento inflacionario la tarea de llenar la brecha entre unos impuestos raquíticos y unos gastos que no podían posponerse por demasiado tiempo sin poner en riesgo las relaciones políticas fundamentales que sostienen la estabilidad del régimen.

Pueden los gastos del Estado estudiarse como compuestos por dos renglones básicos: uno destinado a ampliar los espacios para la acumulación capitalista, siempre en riesgo de ser bloqueada por la concentración que es propia del sistema global y, otro, dirigido a afirmar la legitimidad del Estado y del conjunto del sistema político y social, sustento insustituible del mencionado régimen de acumulación. Pensar de esta manera los términos del debate fiscal que viene puede ser esquemático, pero sin duda es útil si queremos saltar el cerco del pensamiento táctico, cada vez más estrecho, que ha acosado la reflexión mexicana sobre el fisco hasta ahogarla en una impotencia nociva y, si se vemos bien las cosas, inaceptable para un país del tamaño y la potencialidad de México.

Al calor de la crisis fiscal que al fin afloró en estos años de penuria petrolera, el Estado ha puesto en riesgo, hasta en casos renunciar a ellas, el desempeño de esas dos funciones básicas. Ha pospuesto o dejado inconclusas tareas primordiales en materia de infraestructura material y humana, y ha aminorado su intervención en la vida social, independientemente de los porcentajes que nos hablan de incrementos notables en la participación del gasto público social dentro del total, un total cada vez menor.

La acumulación y la legitimación, así, han sido afectadas por el lado de su componente público y no está claro que el mercado, la apertura externa o la democracia flamante de que hoy gozamos, puedan producir pronto sustitutos eficaces para esas funciones que son propias del Estado moderno y, al parecer, indispensables para el funcionamiento adecuado del capitalismo en su etapa actual. En una democracia que emerge con gran dificultad, como la nuestra, el desempeño de estas funciones podría convertirse en puntos focales para el despliegue de acuerdos sustanciales: nada es más letal para esta democracia que el estancamiento económico y la falta de eficacia representativa, traducida en políticas públicas del Estado.

No poder desplegar una política fiscal de amplio espectro, que le permita desempeñar adecuadamente su papel supletorio y promotor del desarrollo, nos habla de un grave problema de legitimidad del Estado mexicano.

Pero proponerle a la sociedad que escoja entre cañones y mantequilla, ahora entre electricidad y educación y salud, como lo ha hecho el ''humilde'' secretario Téllez (vid. Proceso número 1162, 07/02/99 p. 22), es ahondar el problema, por falta de imaginación y arrojo para plantear en serio los antecedentes y las implicaciones de un cambio constitucional como el que se busca.

La legitimidad del Estado, más que la soberanía, es la que sufre, diga lo que diga el diccionario de política al que acudan los funcionarios. Los hoyos negros de nuestra fiscalidad, deberíamos haberlo aprendido ya después de la experiencia de los primeros años noventa, no se resuelven vendiendo bienes materiales del Estado a diestra y siniestra. Y la legitimidad no se construye sólo con cargo a una democracia representativa cuyos referentes de fondo apenas están surgiendo.

Sin un Estado fiscal digno de tal nombre, no se puede más que esperar que la acumulación de capital se dé a tumbos y que la legitimidad del Estado no encuentre rumbo.

Estos son, deberían ser, algunos de los términos de referencia de la deliberación que urge tener... Pero ya se nos dijo que no habrá periodo extraordinario porque los grupos parlamentarios no se pusieron de acuerdo. Así las cosas, sigamos recordando a don José Alvarado y mejor hablemos del crepúsculo.