n Carlos Bonfil n
La mujer perdida
A finales de 1997, durante el Segundo Festival de Cine Francés celebrado en Acapulco, se presentó en una sección paralela el largometraje más reciente de Philippe Harel, La mujer prohibida (La femme défendue). El director, apenas conocido en México, sorprendió entonces con su vigorosa apuesta formal: la elaboración del retrato de una mujer a partir exclusivamente de una mirada masculina. Muriel (Isabelle Carré), joven de 22 años, empleada en una agencia de turismo, conoce a Francois (el propio Harel), de 39 años, agente inmobiliario y padre de familia. Lo que sigue es la crónica de un adulterio, los rituales de cortejo, las vacilaciones de la pareja, los encuentros sexuales en un cuarto de hotel, y muy pronto, las crisis afectivas, las recriminaciones, y la embriaguez sentimental que perversamente anticipa el fracaso de la experiencia.
Lo que Harel propone es filmar en primera persona, con el procedimiento de la cámara subjetiva (que se sustituye a la mirada de Francois), las reacciones de Muriel ante el acoso del hombre maduro, ante su empecinamiento y su voracidad afectiva. Un hombre manipulador, un personaje hasta cierto punto antipático, se transforma bajo la mirada del cineasta, en un ser vulnerable, que luego de sus primeras estrategias victoriosas, deja pasar la única oportunidad realmente excitante de su vida. No hay juicio ni castigo moral en la cinta, ni a propósito del adulterio ni tampoco respecto al comportamiento del amante. Señala Harel: "El hecho de que Francois siga viviendo con la nostalgia del amor que supo desdeñar y dejar a un lado, es algo mucho más violento". De este sujeto masculino sólo veremos fugazmente su rostro en un espejo. De manera igualmente fugaz, pero contundente, el director insinúa el tema real de su cinta: la derrota del deseo, la tristeza de la carne, los juegos de poder que propicia la diferencia de edades, la imposibilidad de esta pareja de llevar a buen puerto su entusiasmo y su transgresión amorosa.
Vaya de antemano la advertencia: no hay en La mujer prohibida intrigas ni personajes secundarios, la narración es lenta, minuciosa, y el interés principal reside en los diálogos de Eric Assous, revisados por el propio cineasta, y su análisis de la pasión amorosa, en su apuesta de incursionar en la vida cotidiana de dos seres ordinarios sin otro relieve aparente que el que les confiere su propia exaltación pasajera. Es notable el trabajo de Gilles Henry, el director de la fotografía, y de su camarógrafo, Olivier Raffet, con su apuesta minimalista y la elegancia de su teatralidad, con el manejo de artificios técnicos que permiten a la protagonista establecer, de modo convincente, una comunicación fuertemente emotiva con su interlocutor, pero también con los espectadores.
Durante el pasado Foro de la Cineteca se presentó una película parecida a la de Harel, Todo el día, toda la noche (Guy), de Michael Lindsay-Hogg. Allí también se capturaba, en cámara subjetiva, la experiencia de una videasta que elegía a un joven (Vincent d'Onofrio) para filmar cada uno de sus actos, en un asedio voyeurista que irritaba a su modelo pero terminaba fascinándolo. En aquella cinta había provocación humorística, un juego abierto de la exploración sensual a través del ejercicio de filmar. El artificio era a tal punto evidente que el espectador podía relajarse y disfrutar como comedia una historia de equívocos, frustraciones y progresivas capitulaciones amorosas, a pesar de lo inquietante que podía ser allí el análisis de una obsesión.
No sucede lo mismo con La mujer prohibida. El tema del adulterio se aborda aquí con gravedad, y el personaje masculino dista mucho de ser agradable, pareciera más un sujeto de psicoanálisis, cuando no una figura patética. No hay el juego de seducción e ironía que hace más de tres décadas presentara Francois Truffaut en La piel suave (La peau douce, 1964), o las derivaciones sociales que sugería Godard en Una mujer casada (Une femme mariée), del mismo año. La cinta de Philippe Harel refleja, con el apoyo de la cámara subjetiva, un punto de vista masculino de arrogancia apenas disimulada, cargado de neurosis y cinismo. Sin embargo, y he aquí lo notable de la cinta, aunque el director encarna a un personaje sin mayores atractivos, es finalmente su mirada de artista lo que vuelve fascinante toda la propuesta, lo que le presenta al público, en mil ángulos sugerentes, la riqueza de cada gesto y actitud de Muriel (Isabelle Carré), objeto de una de las contemplaciones más sensuales que haya propuesto el cine francés en esta década. La mujer prohibida es obra de autor, límpida en la sencillez de su propuesta narrativa, inaccesible sólo en apariencia, y a final de cuentas harto familiar para la mayoría de sus espectadores.
Se exhibe hoy en la sala 2 de la Cineteca Nacional.