Adolfo Sánchez Rebolledo
De la nacionalización, a la privatización

El 27 de septiembre de 1960 el presidente Adolfo López Mateos anuncia la compra de los bienes de las empresas eléctricas extranjeras que operan en el país. Ese mismo año, en diciembre, se adiciona el artículo 27 constitucional para consumar constitucionalmente la nacionalización de la industria. El pasado 2 de febrero, ante las cámaras de televisión, el presidente Zedillo informa a la república su intención de enviar al Congreso una iniciativa que permita abrir, de nuevo, las puertas al capital privado a fin de atender a tiempo las exigencias futuras en esta materia.

En 1960 se pensaba que la ``mexicanización'' de las empresas era el primer paso hacia la integración de la industria en una estrategia concebida para poner en manos del Estado las grandes palancas que el desarrollo moderno de México exigía. En 1999 se reconoce que aquella etapa ha terminado pues el Estado ya no tiene los recursos que harán falta para asegurar la expansión del sector eléctrico. En cierto modo no hay razón alguna para sorprenderse. Aunque nadie menciona la palabra ``fracaso'', es obvio que la venta de los bienes de la Comisión Federal de Electricidad (CFE) será la mortaja del viejo nacionalismo que sólo espera la desincorporación de Pemex para levantar el vuelo final.

¿Qué pasó realmente en esos cuarenta años? Hasta ahora nadie se ha tomado la molestia de explicarnos cómo fue que las esperanzas de 1960 se trocaron en las oscuras incertidumbres sobre el futuro de la industria eléctrica tan bien descrito por el secretario Téllez. ¿Será verdad, como sugieren los profetas de la privatización, que no hay otro camino que liquidar el monopolio estatal? ¿Cómo asegurar que la sana competencia nos dará energía abundante y barata si tenemos a la vista las frustrantes experiencias de las carreteras y los bancos?

La pretendida superioridad universal de la propiedad privada resulta ser, al menos en este caso, una entera falacia. La industria eléctrica ya fue privada y, aunque tuvo una rápida expansión debido a la urbanización y el desarrollo industrial, sus alcances fueron limitados. Al fin y al cabo, los criterios de costo-beneficio, que ahora están de moda, no son nuevos ni tampoco los inventó el neoliberalismo.

No hubo, sin embargo, ni la hay ahora, una política gubernamental en materia eléctrica capaz de enfrentar el crecimiento energético con visión de futuro. Por ello, la causa del desastre de la industria eléctrica, si se puede hablar en esos términos, no está en el nacionalismo o en el carácter público de la empresa en general sino en el uso político, patrimonialista y falto de previsión de sucesivas administraciones. No hubo límites al endeudamiento irracional que viene de muy lejos, ni frenos al burocratismo parasitario; se dejó crecer un sindicalismo aristocrático que puso todo de su parte para impedir la modernización de la empresa conforme a criterios de eficiencia y productividad. Se impidió la integración plena de la industria, su modernización cabal. No es, pues, el ``gremialismo'' de los trabajadores la causa de la crisis eléctrica sino, en todo caso, el charrismo de los Rodríguez Alcaine y compañía, que se impuso en los años 70 con el propósito de mantener una arcaica e improductiva organización laboral. Es justamente el híbrido fruto de la corrupción el que ahora se exhibe como prueba del fracaso del ``estatismo''. Por denunciar ese estado de cosas Rafael Galván y sus compañeros sufrieron despidos y exclusión, no obstante que muchos de los principios que defendían fueron a dar a la Ley Reglamentaria de triste memoria.

Hoy se pide una reflexión seria y ecuánime, objetiva, sobre el futuro de la industria. Y así debe ser. Parece aconsejable evitar cualquier polarización con el propósito de estudiar con sumo cuidado todas las alternativas pues, ciertamente, el país no puede darse el lujo de prescindir de las inversiones crecientes que el desarrollo eléctrico exige, pero es necesario, en primerísimo lugar, que las autoridades hablen con absoluta claridad --sin guardaditos que son verdaderos compromisos secretos--, sin pedir a la sociedad que ésta les entregue un cheque en blanco.

La debilidad fiscal del gobierno para atender sus responsabilidades no debería resolverse mediante el expediente de vender las empresas, sino remediando de raíz las penurias recaudatorias de la hacienda pública, pero ésa es la tarea pendiente que ni el gobierno ni los empresarios y, por lo que ya hemos visto, tampoco los partidos están dispuestos a enfrentar.