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ƑMonedas únicas?

Sigue el baile sobre el asunto de la moneda única. Podría tratarse naturalmente de una moda pasajera destinada a desaparecer en poco tiempo. Pero sería lamentable que así fuera, ya que el tema es importante y merece atención pública y estudios serios. El mundo va hacia la formación de tres grandes regiones económicas dentro de las cuales los intercambios comerciales y la circulación de capitales terminarán por plantear un problema de confianza recíproca acerca del poder de compra internacional de cada uno de los signos monetarios involucrados.

La Unión Europea escogió el camino de la moneda única. Pero no es fácil imaginar que en el mediano plazo esta experiencia pueda repetirse en las otras dos regiones económicas en formación, o sea Asia oriental y América del Norte. Las asimetrías siguen siendo demasiado fuertes y los recelos políticos demasiado arraigados para suponer que China o Corea del Sur puedan aceptar al yen japonés como sus monedas nacionales, o que Canadá y México acepten el dólar de Estados Unidos como sus propios signos monetarios. Y sin embargo debería ser evidente que cuanto más los vínculos comerciales y financieros se fortalezcan dentro de cada una de las regiones mencionadas, tanto mayor será la necesidad de establecer mecanismos concordados que eviten violentas dislocaciones económicas a consecuencia de políticas cambiarias o monetarias sin responsabilidad regional.

En 1979 la Comunidad Económica Europea estableció, por medio del Sistema Monetario Europeo, un mecanismo para controlar oscilaciones excesivas en los tipos de cambio de los países miembros. Se trataba de evitar que intereses nacionales de corto plazo perjudicaran la consolidación de un espacio regional de intercambios seguros. Una necesidad urgente después de la quiebra de los cambios fijos, columna central de los acuerdos de Bretton Woods, ocurrida a escala global seis años antes. Algo similar al SME, aunque sea en formas y modos inevitablemente originales, se plantea hoy como necesidad en las regiones económicas que están consolidando redes de intercambio cada vez más densas.

De ahí que constituya una lección especialmente negativa la historia brasileña de las últimas semanas. Después de dos siglos de relaciones económicas recíprocas casi irrelevantes, los países del Mercosur se habían convertido colectivamente, en el curso de los años noventa, en un episodio de creciente integración regional entre Argentina, Uruguay, Paraguay y Brasil. El intercambio comercial recíproco que apenas alcanzaba 9 por ciento del comercio exterior global de los cuatros países miembros en 1990, llegó a rebasar 20 por ciento. Un nivel sin antecedentes históricos en la región. Y ahora, con las bruscas devaluaciones del real brasileño y la fuerte hipoteca que sobre la política económica de ese país ejercen las autoridades del Fondo Monetario Internacional, uno de los episodios económicos más exitosos de la historia latinoamericana reciente corre el riesgo de venirse abajo.

Es aquí, obviamente, donde necesitaban experimentarse mecanismos monetarios y cambiarios de cooperación que evitaran distorsiones súbitas como las que ahora amenazan hundir esta experiencia. Y sin embargo, mientras Cardoso entrega la política económica brasileña al FMI (y dadas las circunstancias, habrá que añadir que tal vez no había muchas alternativas), Menem vislumbra la dolarización de la economía argentina. Malas señas para un Mercosur que parecía anunciar una integración regional portadora de promesas y posibilidades originales.

Reconozcamos que es difícil pensar en mecanismos de cooperación monetaria y cambiaria entre países de peso económico tan distinto como Estados Unidos y México, o como Japón y China. El producto interno bruto de Estados Unidos es 23 veces superior al mexicano, y el japonés es cinco veces superior al chino. Pero es igualmente obvio que un espacio regional crecientemente interconectado no puede prescindir de algún sistema que evite turbulencias cambiarias capaces de reproducir lógicas de suma cero en las relaciones entre sus miembros nacionales.

Si al interior de las tres grandes regiones económicas del mundo se establecieran mecanismos capaces de fijar tipos de cambio confiablemente estables en el tiempo, significaría esto un paso adelante decisivo a favor de una nueva arquitectura financiera mundial. Pensar en cambios flexibles regulados a escala global, en referencias a racimos regionales de monedas recíprocamente vinculadas en pactos de estabilidad, sería un progreso contundente. Y dejemos a un lado a Menem con sus afanes de dolarización a rajatabla y a Fidel Castro con sus sueños guajiros de una moneda única latinoamericana.