No sólo sin luz, tampoco sin idea de lo que significa la soberanía. Con mayor razón, sin idea de cómo se defiende la soberanía en estos tiempos de globalización, Eso sí, con mucha osadía para asegurar que la inminente privatización, y tarde o temprano extranjerización de la industria eléctrica, será en beneficio de nuestra soberanía. Sólo falta que la norteamericanización de Los Pinos también sea un acto desde y para la soberanía de México.
Lo bueno es que se nos invita a un debate del tema ``sin prejuicios ni dogmas''. La invitación es del presidente Zedillo, en el mensaje con que explica su iniciativa de reforma constitucional para acabar de abrir la industria eléctrica al capital privado nacional o extranjero (mensaje masivo del 2 de febrero). Asimismo, se invita a debatir ``con civilidad y respeto'', justamente lo que aquí intentamos hacer.
Con todo respeto (y honestidad), debemos comenzar por decir que dicho mensaje está plagado de argumentos muy frágiles, por no decir falsos. A lo mejor ya nos comienza a faltar la luz, pero así lo vemos. Vayamos pues por partes y paso a paso, como si ya tuviésemos que caminar a oscuras.
Tal vez lo primero a esclarecer debiera ser la importancia de la industria eléctrica, pues mal haríamos en discutir minucias. Y en esto creo que todos estamos de acuerdo con el mensaje presidencial. Deja bastante claro el valor estratégico de la electricidad; acepta que el abasto de la misma ``es indispensable para el buen funcionamiento de la economía nacional y para toda la vida diaria de todas las personas''.
Reconoce que la industria eléctrica ha apoyado el desarrollo de la industria, la agricultura, el comercio y ``todas las actividades que son parte del México moderno'', incluyendo ``algunas tan importantes como la educación, la salud y el abasto de agua potable''. En suma, podría decirse que sin electricidad el país quedaría paralizado.
Pero entonces cuesta mucho trabajo entender por qué ahora el Estado ha de transferir una industria tan importante a un sector que, comprobado hasta el cansancio, sólo vela por sus ganancias particulares. Y todavía peor, cuando muchas veces esas ganancias no son de, sino contra, México (caso principal, mas no sólo del capital extranjero). ¿Acaso el Estado mexicano ya no se siente ni siquiera capaz de conducir las áreas vitales de la nación? ¿Confía más en el capital extranjero que en sí mismo? ¿Podemos seguir llamando a eso un Estado nacional y estadistas a sus conductores?
Aunque incómodas, son preguntas ineludibles. Tanto más, porque en el propio mensaje presidencial se dice que ``los mexicanos debemos sentirnos muy satisfechos de lo que hemos alcanzado hasta ahora en nuestra industria eléctrica''. Y esto se ve ``con orgullo'' (¿qué tal sí fuese con vergüenza?) Y por eso la reforma privatizadora ``proyecta con realismo y responsabilidad'' el futuro de la industria eléctrica (¿hasta dónde llegaríamos si las proyecciones fuesen utópicas e irresponsables?)
Confesada la incapacidad para seguir fungiendo como un Estado a secas (no se diga revolucionario, nacionalista ni semejantes anacronismos), por lo menos se nos promete una muy buena labor de previsión; una que seguramente envidiarían los Toffler, el Club de Roma y los futurólogos más sagaces. El mensaje de Zedillo termina con esta conmovedora frase, aunque un tanto clintoniana: ``Que se considere que esta propuesta la hago pensando sólo en el futuro del país, ese futuro que todos queremos, con mejores oportunidades para nuestros hijos'' (estribillos del puente-hacia-el-siglo-XXI y del American Dream).
Con todo respeto y validez, mucha gente podría preguntarse si no sería mejor concentrarse en los problemas del presente, que ya son muchos y graves, e incluyen sin duda al problema de la soberanía que, de por sí oscurecida, ciertamente no se reencenderá con apagones fraguados por los seguros beneficiarios (mil a uno) de la reforma zedillista. Fraguados ora por avaricia ora por afanes desestabilizadores.
Si en la cima del poder ya no queda ni un solo foco nacionalista, más valdría saberlo. Y más valdría, también, dejar de manosear a la soberanía.
Nos podremos quedar sin luz, pero nunca sin dignidad. Y esta es, según alcanzamos a ver todavía, el primer nutriente de toda soberanía.