José Cueli
Se onduló la México de aire valenciano

Al mediar la tarde, bajo el claror del sol desvanecido, Enrique Ponce agitaba la Plaza México llena en un vértigo de emoción. Palpitaba en los tendidos el entusiasmo de los aficionados por el ballet valenciano del torero que ondulaba el aire. Danza aprendida en la vivencia de la campiña esmeralda llena de naranjales en flor. Gigantes, sensorios y fragancias de los arrozales al cobijo del cielo meridional azul cobalto.

Paisaje que le inflamó la sangre a Enrique Ponce, le fecundó el alma y le infundió la alegría de vivir en un baile de noches alegres, mientras el mar cantaba su clara leyenda con olas arrulladoras que murmuraban cantos toreros. En la luminosidad de sus pases naturales, el toreo perdía su encanto místico y tenebroso y se volvía juego con el torillo que hacía de la sangre, belleza de rosas.

Juego en que el torero aparecía garboso y plantado en el centro del redondel. Emperador del donaire, sin torear, su presencia tenía a la afición en el vuelo de su capote. Los toros de Xajay, bien presentados, noblotes, bobalicones, fueron los ideales para que el torero mediterráneo se durmiera en la flojedad de sus pases. Y vengan los naturales de dentro afuera y de afuera adentro, dando el medio pecho y rematándolos debajo de la cadera, en magistral clase de bien torear.

El aire en la plaza se ondulaba y estaba borracha de torería, y en el ambiente perfumado a torero caro se aspiraba la voluptuosa pereza de Enrique Ponce. Se adivinaba gozosamente su desempeño torero, enamorado de la vida por el placer quietista de sentirla. Todo era valenciano puro: los lances, los doblones rodilla en tierra, los pases naturales y de pecho, los redondos caminándole al toro, las dosantinas, los desdenes y como remate los arabescos que eran encajes forzados con paciencia.

Después la fantasía, Enrique no enseñaba a los torillos, sino, se adormecía lánguido, al rematar debajo de la cadera la serie de redondos y naturales. Así daba forma a la verdadera fantasía, la que crea la forma y da lugar al surgimiento de los duendes. La propia creación, el estilo, cuya melancólica belleza impresionó profundamente a los cabales y sobrecogía a la vez y terminaba a los gritos de la plaza de ¡to-re-ro, to-re-ro! a media faena.

Enrique Ponce con su quehacer nos separó del mundo y la depresión actual.

La obra no terminaba y quedaba inconclusa por su torpeza a la hora de matar acorde con la belleza que prodigó en el ruedo. El ritmo de árabe pereza era brujería esplendorosa, interminable, que hacía renacer algo que estaba muerto; el toreo ¡Enrique Ponce volvió a ser el milagro de resucitarlo!

Ya resucitado, El Juli, que ha aprendido la lección valenciana, despojado de toda pompa de exterioridad y recogido con sobria torería como una buena estrofa y unánime como un buen poema, dibujó su infantil toreo cuyas líneas se esfumaban como un sueño. Pases que sabían quebrarse a tiempo en exaltado rompimiento de alas. El movimiento de su muleta fue una sinfonía que andaba sobre las nubes con el empuje hormonal de su adolescencia. Envuelto en el aire, desafiando el aire, hundiendo en el aire la tela. Ponce y El Juli fundaban lo que será el toreo del siglo venidero; un juego con los toros noblones y amaestrados en que triunfará la belleza sobre la barbarie en el toreo.