Hace más de tres décadas, al amparo de la ya declinante familia revolucionaria que administró el presidencialismo autoritario iniciado en 1947 --etapa histórica que recibió la extremaunción hacia 1982--, extinguir o angostar el patrimonio nacional era en verdad un gravísimo pecado mortal, pues suponía el rompimiento brusco, imperdonable, de los supremos mandamientos constitucionales del tan célebre como violado artículo 27 constitucional. Téngase en cuenta que los apetitos que desde lejano pasado han rodeado siempre la riqueza que nos legó la naturaleza, forman un amplísimo muestrario de los no pocos horrores que constan en los anales de la historia del capitalismo desbocado. Los conquistadores españoles y sus descendientes organizaron el faraónico saqueo de plata y oro que en Europa contribuyó al florecimiento de la economía mercantil en que fuera acunado el bellísimo Renacimiento; y después, ya sin la gravitación de los incómodos y pesados tronos castellanos, la explotación en que nos vimos envueltos por las consecuencias de la revolución industrial inglesa, nos situó en el amplio mundo de los países subdesarrolados y destinados a consumir manufacturas extranjeras y exportar insumos demandados por el creciente y poderoso capitalismo inglés y estadunidense, proceso que concluyó naturalmente con el predominio del último sobre el primero. Contra este saqueo sin límites que la era porfirista protegió y alentó, las banderas revolucionarias de Emiliano Zapata significaron al mismo tiempo el escudo contra la expoliación y la conciencia clara de la necesidad de recobrar los recursos básicos entregados en manos de poderosas y extrañas subsidiarias.
Esa siembra zapatista con las semillas de tierra y libertad fructificó en el Constituyente de Querétaro al sancionarse el mencionado y aún trascendental artículo 27, cuya sustancia histórica y política consiste en el dominio directo de los mexicanos sobre los bienes de la nación, su facultad para modificarlos en la forma que convenga a todos, y en la reserva de los más importantes para destinarse a través de la gestión estatal, al crecimiento y desarrollo general. Luego de la expropiación petrolera que llevó adelante el eminente Lázaro Cárdenas, por distintos medios y maneras se fueron recuperando otros bienes nacionales, entre los cuales la electricidad fue asunto crucial. Cárdenas fundó (1937) la Comisión Federal de Electricidad, y 23 años adelante, hacia 1960, López Mateos compró las acciones de las empresas particulares que prestaban el servicio, singularmente la Compañía de Luz y Fuerza, y poco después en reforma constitucional se reafirmó que la energía eléctrica es propiedad nacional, se declaró el derecho exclusivo del país para generarla y distribuirla y de manera radical y terminante se prohibió la participación del capital privado en estos menesteres.
El pasado martes 2, el presidente Zedillo anunció su propósito de modificar dicha reforma, a fin de garantizar las inversiones necesarias al futuro desarrollo de la electricidad e impedir, según su juicio, la declinación de tan importante industria; al mismo tiempo el propio Presidente pidió que se discutan los distintos aspectos vinculados al proyecto que pretende presentar a los legisladores, propósito muy justificado, y desde luego decidí participar en el debate señalando que abrir las puertas a la iniciativa privada en la generación eléctrica es inconstitucional, porque se viola un mandamiento expreso y claro de la Ley Suprema, y que en su caso, si la legislatura ordinaria aprueba tal proyecto, el acuerdo del Congreso también sería anticonstitucional y nulo de pleno derecho por provenir de autoridad incompetente de origen, puesto que el cambio sólo podría sancionarlo un Constituyente y de ninguna manera el poder legislativo derivado. Cierto es que la citada reforma constitucional que prohibió la participación del capital individual en la industria eléctrica, la gestó la legislatura ordinaria, y por eso es indispensable aclarar que un congreso común puede ampliar o reforzar los mandamientos esenciales de la Carta Magna sancionados por el Constituyente, pero de ninguna manera derogarlos, anularlos o restringirlos. En suma, la proposición del presidente Zedillo es, pienso, inconstitucional. Ojalá que este punto de vista sea al menos debidamente evaluado.