México es el país donde más claramente ha fracasado el programa de privatizaciones. Las compañías de aviación, los bancos y las carreteras concesionadas han estado en quiebra. El costo de estos fracasos ha sido traspasado casi totalmente al pueblo, quien tendrá que pagar por el dogmatismo de unos gobernantes ineptos.
Los argumentos privatizadores son con mucha frecuencia puras patrañas. Ahora mismo, el Presidente de la República nos está diciendo que para asegurar el crecimiento de la industria eléctrica es indispensable la concurrencia del capital privado, pero ¿cómo se financia principalmente la empresa privada para construir --digamos-- una planta termoeléctrica? De la misma manera que el Estado: se va a donde está el dinero y se usa éste con el pago correspondiente del rédito o de otra forma de beneficio.
No es indispensable la concurrencia del capital privado en la generación, distribución y comercialización de la energía eléctrica, pero sí sería negativo para el país. Lo primero que ocurriría es la elevación del precio de la electricidad, pues el capital privado demanda una tasa de ganancia igual o mayor que la media internacional y calcula sus utilidades a partir de la totalidad de la inversión efectuada depreciando lo más rápidamente posible. El Estado, en cambio, puede asumir metas sociales, especialmente en un país donde el posible crecimiento de la industria y los servicios dependen directamente de la capacidad de producción de la energía eléctrica.
Dentro del país no habría suficientes inversionistas para llevar a cabo la construcción de nuevas plantas eléctricas ni tampoco para comprar las ya existentes. Los posibles empresarios de este sector tendrían que asociarse a los extranjeros en calidad de accionistas minoritarios. Los excedentes generados en la industria eléctrica serían usados para lo que decidan los nuevos dueños y no necesariamente para el desarrollo del mismo sector.
Las patrañas privatizadoras se ven más claras cuando se analiza la forma en que se administra la CFE y la Compañía de Luz. Las decisiones en estas empresas son tomadas por sus enemigos, pues la primera de ellas podría realizar mayores inversiones a partir de sus propios recursos e, incluso, podría ayudar a la segunda a remontar sus pérdidas. Se ha dirigido mal la industria eléctrica con el propósito de que se pueda decir que sería mejor su privatización. Lo mismo ocurre con Pemex, por lo cual habría que esperar que el PRI admita pronto la propuesta de Vicente Fox para privatizar el petróleo.
Al final de la privatización propuesta por Zedillo tendríamos la reversión, tal como ha ocurrido con la mayoría de los bancos vendidos por Salinas, las compañías de aviación y las carreteras concesionadas.
El dogma privatizador se presenta como el antídoto del llamado populismo, definido éste como una economía de ficción que no respeta las elementales reglas de la acumulación de capital. Pero el costo privatizador ha resultado mayor que la utilización facciosa y clientelar del sector paraestatal, aunque esto no quiere decir que tal conducta fuera correcta. La empresa pública puede ser rentable y ya lo es en México, a pesar de la corrupción que la asedia permanentemente. Por el otro lado, las empresas privatizadas también fueron víctimas de toda clase de fraudes.
La industria eléctrica mexicana requiere grandes inversiones para evitar que se siga rezagando y la respuesta tendrá que darse a partir de ella misma, pues ya tiene capacidad suficiente como generadora de capital y objeto de crédito.
Se requiere luchar contra la corrupción y en favor de la eficiencia productiva, resolver el viejo problema de la Compañía de Luz y Fuerza y utilizar los instrumentos de la planeación de largo plazo. Nada de esto lo puede hacer un gobierno como el de Zedillo y, entonces, éste le receta al país la medicina privatizadora.
Nuestro país no debería admitir la reincidencia de una política que ha demostrado su fracaso y que se basa en patrañas ideológicas.