La Jornada viernes 5 de febrero de 1999

Carlos Fernández-Vega
De nuevo en el Fondo

El 26 de enero de 1995, el gobierno mexicano anunció que el país, los mexicanos todos, estaban, de nueva cuenta, en el Fondo.

Ese día el secretario de Hacienda, Guillermo Ortiz, y el gobernador del Banco de México, Miguel Mancera Aguayo, enviaron al director-gerente del Fondo Monetario Internacional (FMI), Michel Camdessus, un Memorándum de políticas económicas mediante el cual el gobierno del presidente Ernesto Zedillo se comprometía a poner en práctica una serie de ajustes con el fin de hacer frente a la crisis económico-financiera que estalló casi un mes antes, justo el 21 de diciembre de 1994.

Lo anterior ya es parte (dolorosa) de la historia inmediata del país, aunque la abultada factura económica, política y social de la tutela fondomonetarista la siguen pagando los mexicanos.

Por ello, no es ocioso recordar y subrayar ese hecho. Justamente en ese memorándum que el gobierno del presidente Zedillo envió y firmó con el FMI se asume el compromiso de llevar a la práctica una acción que hoy pone nuevamente en entredicho la voluntad política y la capacidad de las administraciones neoliberales de conservar y fortalecer la soberanía nacional.

En el texto de referencia, Ortiz y Mancera Aguayo, en nombre del presidente Zedillo, informan a Camdessus que, más allá de aplicar los draconianos ajustes económicos --tradicionales ya en cada etapa de la crisis-- ``el gobierno también (...) promoverá la inversión privada en plantas de generación de energía eléctrica''.

Así, el anuncio presidencial del pasado martes 3 de febrero no resultaría casual ni derivaría de una espontánea preocupación por la eventual carencia de recursos (en este caso se habla de 25 mil millones de dólares para los próximos seis años) para hacer frente a las necesidades de expansión del sector eléctrico mexicano.

En ese mismo memorándum el gobierno mexicano acepta muchas otras cosas que ya ha llevado puntualmente a la práctica. Por ejemplo, en el punto número 17 del documento se compromete con el FMI a lo siguiente:

``El gobierno de México ha decidido acelerar las reformas estructurales en los sectores de transporte, telecomunicaciones y bancario. Estas reformas son cruciales para aumentar la eficiencia y la productividad de la economía mexicana. De esta manera, el Presidente (Zedillo) ha enviado al Congreso propuestas de enmiendas constitucionales que permitan la inversión privada en ferrocarriles y comunicaciones vía satélite. El gobierno también permitirá la competencia nacional y extranjera en el sector de telecomunicaciones, promoverá la inversión privada en plantas de generación de energía eléctrica y ha propuesto al Congreso modificaciones legales que permitan una mayor participación en el sistema bancario de lo considerado bajo los acuerdos del Tratado de Libre Comercio. También se acelerará el proceso ya iniciado para privatizar otras empresas estatales (incluyendo puertos, aeropuertos y plantas petroquímicas). En este contexto, las autoridades se comprometen a llevar a cabo operaciones de privatización y concesión que se estima generarán alrededor de 6 mil millones de dólares en 1995 y de 6 mil a 8 mil millones de dólares en los dos años siguientes''.

No deja de llamar la atención el hecho de que sólo unos días después de que el secretario de Hacienda, José Angel Gurría, anunciara un nuevo programa de refinanciamiento de la deuda mexicana con el FMI, el presidente Zedillo haga pública su decisión de abrir el sector eléctrico al capital privado.

Así, el gobierno mexicano cumple con el FMI a cambio de su apoyo económico y político, aun a costa de mermar la soberanía.

Con el argumento de que se requerirán 25 mil millones de dólares en los próximos seis años para hacer frente a las necesidades de expansión del sector eléctrico mexicano, el gobierno ahora cumple su compromiso con el FMI y abre este sector estratégico a una oligarquía que ha demostrado fehacientemente su profunda incapacidad para administrar los otrora bienes de la nación y --de manera paralela-- su enorme avidez por incrementar sus fortunas en el menor tiempo posible, aun a costa del erario nacional (o precisamente a través de éste).

Para corroborar lo anterior, basta mencionar como ejemplos la banca, las autopistas, los ingenios azucareros, las líneas aéreas y el sistema de ahorro. Por ello, ¿quiénes si no los mismos grupos y empresarios que han comprado y administrado las empresas públicas privatizadas en los últimos 15 años pueden meterle la mano, ahora, al sector eléctrico? Ellos saben que las arcas nacionales están a su servicio.

Así, la eventual carencia de recursos gubernamentales como argumento para abrir el sector eléctrico al capital privado parece insustancial. No hay que olvidar que sólo en 1999 la administración del presidente Zedillo destinará alrededor de 40 mil millones de dólares al pago de intereses de la deuda pública interna, el servicio de la deuda pública externa y el apoyo a bancos y banqueros por medio del IPAB, que no es otra cosa que el Fobaproa maquillado.

La apertura de otro sector estratégico al capital privado recuerda el esquema aplicado por Miguel de la Madrid cuando decidió devolver 34 por ciento de la banca a sus ex propietarios por medio de los certificados de aportación patrimonial, proceso que culminó, seis años después, con la reprivatización salinista.

Ahora, el presidente Zedillo abre las puertas, pone la mesa y convoca a los comensales para el banquete, para que sea el siguiente mandatario --siempre con la idea de que las cosas no cambiarán-- quien haga los comentarios de sobremesa. Como sucedió con Miguel de la Madrid y Carlos Salinas de Gortari.

Los resultados económicos obtenidos en los últimos tres sexenios son, por mucho, inferiores al costo que el país ha tenido que pagar para cumplir las exigencias del FMI.

Más allá de los errores y caprichos del Olimpo tecnocrático, esos resultados deberían ser más que convincentes para que la clase gobernante dejara a un lado los rígidos e inviables programas de ajuste impuestos por el organismo multilateral y asumiera que el creciente costo político, económico y social que conlleva su aceptación no puede ya ser cubierto por un México repetidamente saqueado.