Sami David*
Nuestra Constitución

Ante un nuevo aniversario de la Constitución política de nuestro país, es oportuno reflexionar sobre los argumentos que a últimas fechas se han planteado para objetar su vigencia. El debate, organizado por el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, durante el seminario denominado Hacia una nueva constitucionalidad, suscitó cuestionamientos y opiniones encontradas.

Sin ánimos de polemizar con los especialistas, es válido considerar que participación política y organización social son, obviamente, inoperantes sin nuestra Constitución. Garante del clima de libertades en que vivimos, es, también, el eje de la democracia y de la equidad política. Sin embargo, algunos juicios críticos se han levantado para destacar su falta de acatamiento y, consecuentemente, su escasa efectividad. Los enjuiciamientos en ambos sentidos determinan la preocupación de los mexicanos. La Constitución Política de nuestro país significa el ejercicio de la libertad, un instrumento para consolidar la transición democrática, en razón directa de su acatamiento.

Frente a la doble vertiente que se observa en la controversia nacional --por un lado la tesis que postula conservar la intención original del Constituyente del 17, por cuanto si se modificara se violentaría su espíritu, y por el otro la que propone sus modificaciones para ponerla acorde con la presente realidad social a fin de asegurar su mayor eficacia-- nuestra Carta fundamental continúa teniendo presencia dentro de un proceso dinámico y perfectible a fin de atender a la sociedad en su conjunto.

Las voces sugieren una profunda reforma a sus normas y programas, partiendo de que su reglamentación impide el desarrollo de las instituciones democráticas. Se insiste, además, en que nuestra Carta fundamental no regula los mecanismos necesarios a fin de hacerla válida para los más disímbolos grupos sociales. Sus normas y principios, no obstante, exigen ser observados. Lo contrario significa caer en la inconstitucionalidad. Por fortuna, sus contenidos continúan presentes: garantizan la organización deseable de un buen sistema de gobierno y postulan la convivencia pacífica entre gobierno y gobernados. De tal suerte que no es necesaria una nueva Constitución, sino la aplicación de la legalidad de sus principios, mismos que por ningún motivo deben ser soslayados.

Proponer reformas solamente para dar cauce a las circunstancias políticas, es tanto como caer en el oportunismo, en el manejo impropio del derecho. No es conveniente privilegiar el simple capricho, el arbitrio de algunos actores políticos, quienes anteponen la recta aplicación de la ley para sus particulares intereses. Es tanto como establecer las reglas en beneficio propio, soslayando el beneficio colectivo, el bien común.

Más allá de estos manipulables mecanismos, la Constitución significa una base moral, que garantiza el pleno ejercicio democrático. Su fuerza estriba en su raíz histórica, en su energía social, en su presencia en la vida colectiva, singular en los mexicanos. También es el instrumento promotor del cambio. Sin esta magna ley no existirían alternativas sociales ni garantías para consolidar la movilidad social. Sin libertades sobrevendría el desconcierto y la anarquía.

* Senador de la República