La multitudinaria estancia de Karol Wojtyla en nuestra tradicional y hermosa capital tiene en las entretelas tres causas que vale la pena explicitar para comprender mejor tan inusitado acontecimiento. Las multitudes fueron alentadas en primer lugar por los grandes intereses que en la presencia del Papa y sus implicaciones sociales, advierten una excelente protección a sus acaudalados y prósperos negocios; ¿acaso no fueron esos los motivos que tuvieron grandes empresas trasnacionales --Sabritas, General Motors, Coca Cola, Pepsi Cola y otras menos internacionales como Telmex, Iusacel y los más vistos medios de comunicación: Televisa y TV Azteca, sin descontar desde luego el politécnico Canal 11?--. La segunda causa, muy respetable desde luego, fue la esperanza que tienen en el milagro que los salve, los hambrientos, enfermos, desempleados, abandonados, viejos y niños sin sostén alguno, dueños de estómagos y bolsillos secularmente vacíos. Recuérdese que de los más o menos 90 millones de habitantes de las tierras del Anáhuac, alrededor de un 15 por ciento goza de la vida, y el resto, casi 77 millones, van desde las modestias de la clase media hasta las miserias sin límite del campo y las barriadas citadinas; pues bien, estos últimos en la medida en que pudieron hacerlo se acercaron a Juan Pablo II, llenos de fe e ilusiones, para verlo pasar fugazmente en una caja de recios cristales y aguardar el advenimiento del santo consuelo, sin que su esfuerzo a las veces se viera mitigado por las camisetas, los refrescos, tacos o tortas compuestas que en algunos sitios repartían efusivamente guapas y elegantes señoritas. Estas fueron las masas inacabables que el obispo de Roma cansadamente saludara con sus manos envejecidas desde el papamóvil. Y el tercer motivo fue lúcidamente señalado por Guillermo Almeyra en su artículo ``La geopolítica del Papa'' (La Jornada, No. 5168). Con muy pocas excepciones los jefes del Vaticano han sido a la vez sabios y políticos --Juan XXIII entre estas excepciones--; lo común es que sean sobre todo hábiles y sagaces políticos, grupo al que sin duda pertenece Wojtyla, obsesionado antes por el comunismo soviético y hoy, no igualmente obsesionado, con el comportamiento mercantil y salvaje de los actuales cresos armados de las ideologías neoliberales.
Obvio es que la enorme fuerza religiosa de las iglesias católica, islámica o budista, por ejemplo, está fincada en el número de sus creyentes, algunos con significativas cualidades, y que este hecho nutra y tonifique a su vez el poder económico y político de la burocracia o clero que las administra --iglesia proviene del latín clásico ecclesia, reunión o asamblea de los primeros cristianos--. Ahora bien, ante la insignificancia del catolicismo en Asia, su poca penetración en Africa, las angosturas que lo aprietan desde las guerras religiosas con el protestantismo que desató Lutero en Europa y después en Norteamérica, el Vaticano entiende bien su necesidad de estimular y afirmarse en la América conquistada por españoles y portugueses, como un indispensable tesoro para mantener su influencia en el presente y sobrevivir en el futuro. Latinoamérica es católica desde que esta religión le fue impuesta con espadas y latigazos sobre las razas nativas, y es el subcontinente donde tal fe se ha conservado por medio milenio a pesar de la ausencia del milagro que inútilmente esperan las muchedumbres. Aprovechar su persistente adhesión a la palabra del Evangelio, auspiciándola con amplitud, es un acierto innegable de Juan Pablo II para las conveniencias del Vaticano; y en cambio, su error repetido una y otra vez, es predicar que el sufrimiento del hombre y por tanto de los latinoamericanos, se debe al mal comportamiento de gobiernos y multimillonarias empresas que no comparten su hartura con la escasez de los más, asegurando con voz suave --de esta manera lo hizo en los púlpitos capitalinos-- que tan triste y lamentable situación se corregirá en cuanto los malos se vuelvan buenos por efecto del discurso que difunde desde hace dos mil años la cristiandad católica. Otras vez el dogma, la oración absoluta, el supuesto metafísico, en la base del esclarecimiento de las raíces del dolor humano; y esto es, repito, grave error papal, porque cada día los pueblos desconfían más de quienes hablan de amor y permiten o toleran al mismo tiempo el abuso del poderoso sobre el débil. ¿O no es así?