Pablo Gómez
El reto del PRD

El reto del Partido de la Revolución Democrática (PRD) es el mismo que el de construir un nuevo sistema político basado en la democracia. No tiene el PRD un desafío estrictamente propio, pues la victoria que pretende en las elecciones del año 2000 no es --no podría ser-- un objetivo en sí mismo, sino un medio para lograr una transformación del país.

El sistema político se ha venido modificando sin que se tenga uno nuevo. El partido-Estado ya no funciona, sino que se ha convertido en una impronta aunque profunda en la arcilla mexicana. De ese sistema queda una vieja cultura, pero el Presidente no es ya el jefe de todas las instituciones nacionales ni todo el Estado es un partido.

La tendencia hacia la reproducción de las prácticas políticas heredadas del partido-Estado la podemos observar en la manera en cómo se conduce el PRI en la mayoría de los Estados y el Presidente dispone de los fondos públicos, pero también en la manera en cómo el PAN se relaciona con el Poder Ejecutivo federal, en sus concesiones al supremo mandato presidencial.

Una de las expresiones de la vieja cultura política es dejar en manos de los gobernantes todas las decisiones, sin que los partidos ocupen el papel de organizaciones para el gobierno de la sociedad. Los partidos, cuando son opositores, proponen políticas y hacen propuestas, pero cuando sus integrantes ocupan los cargos gubernamentales dejan de jugar ese papel.

En el PRD existen incompatibilidades para ser gobernador, legislador, presidente municipal o alto funcionario y ocupar cargos de dirección partidista. Los comités del partido están organizados para que cada uno de sus miembros tenga una función específica, de tal manera que no sería posible que un gobernador fuera secretario de asuntos electorales o laborales, por ejemplo. En otras palabras, los órganos ejecutivos del PRD están estructuralmente integrados para no asumir funciones de gobierno en una forma indirecta, es decir, mediante la definición de políticas públicas concretas.

En el PRI, los gobernantes mandan y los dirigentes nominales son amanuenses de aquéllos. Esta es una forma de mantener la vieja cultura. Esto no ocurre en el PRD, pero tampoco ha surgido una nueva forma de hacer política, de dar un lugar al partido más allá de la definición de los candidatos y los programas de carácter general.

El PRD debe integrar comités ejecutivos con la presencia de los dirigentes más importantes y sus consejos deben convertirse en verdaderos parlamentos en los cuales se apruebe o modifique la línea propuesta por la dirección, en el marco de discusiones abiertas.

Así, por ejemplo, a Cárdenas le ha hecho falta partido en la ciudad de México, pero no porque el PRD sea pequeño, que no lo es, sino porque éste se encuentra desvinculado de las definiciones de gobierno y no juega un papel activo en la búsqueda de soluciones a los problemas de la urbe.

Se piensa que las incompatibilidades para ocupar a la vez cargos partidistas y de gobierno es una forma de eliminar la concentración de funciones, pero esto se convierte en un error cuando los gobernantes son relativamente fuertes y los órganos del partido débiles. Como el partido no se encuentra subordinado a los gobernantes, entonces cada quien actúa, en cierta forma, por su lado.

El nivel de unidad política del PRD es ejemplar si tomamos en cuenta el panorama latinoamericano. Las fuerzas democráticas y populares de México se unieron a través de un largo proceso que tuvo como característica su autenticidad: la convicción del valor de la unidad. Pero eso no basta. Es necesario --y pronto lo será más-- que el partido se comporte como partido gobernante, aún cuando siga siendo opositor, es decir, gobierne en algunos lugares y sea alternativa de gobierno en otros.

La capacidad del PRD para convertir la política en asunto del pueblo se ha demostrado en dos planos solamente: las campañas electorales y los grandes actos opositores, tales como la lucha contra el Fobaproa y la consulta popular organizada al respecto. Pero no ocurre lo mismo o, al menos, de la misma manera, cuando el partido se encuentra ya gobernando.

El papel del programa debe ser el de resumir sentimientos y aspiraciones populares y su aplicación tiene que estar a cargo de todos. En realidad, un partido se liga al pueblo en la medida en que logra ser una expresión social y su labor va dirigida a convertir el compromiso en acción pública concreta o ley de observancia obligatoria.

El carácter colegiado de la dirección tiene que acentuarse, de la misma manera que la capacidad del partido de operar organizadamente en todas partes. Por ello, los temas de la organización deberían considerarse como prioritarios y lo podrán ser en la medida en que tenga sentido la organización misma, es decir, cuando el partido demuestre que el vínculo permanente entre sus miembros y con el pueblo es de suyo una fuerza política que puede lograr cambios.

Cualquiera que sea el resultado de las elecciones internas del PRD, programadas para el 14 de marzo, será necesario emprender una segunda reforma del partido. La cuestión es saber si ésta se podrá hacer bajo los auspicios de la dirección o a pesar de ella.