Ese grito sonoro de Juan Pablo II que hizo bailar el agua y dejó inquietos a los mexicanos. ¡La inquietud!, característica de nuestra época atormentada. Experimentamos con ansiedad esta semana sensación de sobresalto; nos percatamos que en torno nuestro todo es inestable, que cada día nos trae una nueva sorpresa y una imposición de adaptación a un mundo diferente. Esto nos sobrecoge. Todas las épocas tuvieron sus penas, sus alegrías y sus congojas, pero en ellos la evolución fue más lenta. Las nuevas ideas, los descubrimientos científicos, las instituciones desconocidas llegaban después de una adaptación lenta y progresiva.
Hoy día, todo sobreviene atropelladamente, sin tiempo para poder elaborar lo acontecido, lo percibido. No se puede vivir como se vivió antaño. No nos atribula que las cosas y los sucesos sean buenos o malos, favorables o adversos, sino el percatarnos que cada vez son más inconsistentes. Que lo importante es la novedad y que vivimos en plena revolución sin darnos cuenta, como inmersos en el ojo del huracán. Quisiéramos saber a qué atenemos para reglamentar nuestras vidas, utilizar nuestras aptitudes y acomodarnos al ambiente sin experimentar todos los días los ultrajes del mundo en que nos agitamos.
Pasaríamos gustosos el curso del tiempo para hacer el inventario de nuestros recursos y determinar nuestra posición geométricamente entre los demás hombres. Detener el curso de la vida. Pero no, la vida marcha vertiginosamente y cada día nos trae descubrimientos, perturbaciones y conflictos. ¿No escuchamos en todas partes la frase qué está pasando?, ¿qué paso? El mundo se mueve y nosotros también, y cada vez somos más conscientes de ello.
La obsesividad, la estructuración, el énfasis en la centralidad y la fijeza, base de la filosofía, la política, la ciencia administrativa y la educación están sobrepasados, desbordados. ``Las puertas se salen de sus goznes'', un huracán nos arrastra en la vorágine.
Vivimos más intensamente, más efímeramente. Nadie nos lo dice, pero tenemos la preconsciencia de que estamos realizando un ``algo'' magno, insospechado, trascendental, que no han visto los siglos y que bien vale la pena agitarnos en la inquietud; se rompen reglas, se quebrantan leyes y tradiciones; precipitación en busca de nuevos mundos externos e internos, más allá de la ciencia, la filosofía, la religión, en el intento de sondear el ``misterio''. Deconstrucción de límites y fronteras, descentramiento de la voz y la palabra, emergencia desgarradora del discurso de la escritura interna preconizado por Jacques Derrida; y a flor de piel, en un escenario mundial vertiginoso, el desvalimiento y la incompletud enunciadas por Freud, ambos pensadores denunciando los extraviados cimientos de la cultura ``aferrados a la metafísica de la presencia'', privilegiando la voz y la palabra en detrimento de la escritura, la huella textual, que proviene en cambio de una ausencia. El deseo de presencia es deseo de algo que no está. Ese algo no presencial es la differánce (lo diferente y lo diferido, lo no presente, sin origen, sin centralidad ni fijeza). Y que sólo puede provenir de la escritura, del ``suplemento textual'' que ha sido eliminado del discurso filosófico y cultural de Occidente.
Ante tal estado de cosas el filósofo reflexiona y sondea la oquedad del ensamblaje entre lo público y lo privado, y sentencia: ``La condición del perdón es lo imperdonable, que le antecede y que escapa a todo cálculo''. Y agrega: ``la locura es deseo compulsivo, incontenible, del origen, la imposibilidad de parar hasta no ver su resurrección cumplimentada''.
``El retorno de la religión'', los avances en la medicina y las psicoterapias de toda índole son un intento de regresar a un estado anterior, esta inquietud que se sale de madre y que es de difícil simbolización en un mundo que se mueve a velocidad de cohete teledirigido, sin que podamos percatarnos de ello.
En medio de este clima, el papa Juan Pablo II hizo bailar el agua delante, como lo hacía El Quijote.