José Antonio Rojas Nieto
Cristianismo y cambio social

No es posible dejar de comentar la importante visita de Juan Pablo II a México. Menos aún dejar de indicar ese profundo sentimiento de esperanza que representa su presencia en México, sobre todo para el anhelo, el ineludible anhelo, de justicia social que tenemos los mexicanos, los latinoamericanos. De aquí que la exhortación papal ligada a la publicación de los resultados del Sínodo Episcopal Panamericano realizado el año pasado en Roma, en el texto identificado como Documento de las Américas, venga a respaldar ese ánimo eclesial panamericano por mantener y profundizar una postura firme y valiente frente a la necesidad de la justicia social, lo que nos puede conducir, según pareció sugerirlo el sumo pontífice en sus primeras palabras en México, a nuevos y aún no bien perfilados horizontes.

Hace treinta años en Medellín, Colombia, y a la luz del Concilio Vaticano II, la fe de la Iglesia latinoamericana se plasmó en el reconocimiento urgente por animar a la esperanza en el cambio de las personas y las estructuras latinoamericanas, y en la convocatoria al compromiso social de los cristianos por esa lucha por la justicia y por la erradicación del pecado social plasmado en estructuras económicas, sociales y políticas regresivas, opresoras, autoritarias. Hace veinte años en Puebla, y ante la presencia del mismísimo Juan Pablo II, de nuevo la Iglesia latinoamericana reflexionó sobre esta realidad y, entre otras cosas, denunció la acentuación de la brecha entre pobres y ricos, la persistencia de severos problemas económicos y sociales, de la fatal regresión que significaban los regímenes militares. Y frente a esa terrible realidad ratificó la necesidad de que los cristianos lucharan por la justicia y la libertad.

Hoy, en continuidad con ese ánimo, Juan Pablo II ha hablado de la necesidad de lograr la convergencia entre el progreso técnico y el progreso moral en toda la América, en todo el mundo.

Pero, ¿cómo hacerlo cuando la voracidad financiera, productiva y mercantil provocan la miseria de los pueblos? ¿Cómo lograrlo cuando el rentismo y la especulación con el dinero, con las tecnologías y con las mercancías se cobija bajo el manto de una libertad de mercado que hoy defienden e impulsan los Estados? ¿Cómo intentarlo cuando, desde el poder mismo, se ponen obstáculos para el desarrollo pleno de la democracia? ¿Cómo conciliar, entonces, ese ánimo solidario y libertario que suscita el cristianismo a todos los hombres de buena voluntad desde su esencia misma, con esa tendencia innegable a la explotación y a la subordinación de toda la vida económica, social y política al capital y su acumulación?

La originalidad del cristianismo es, sin duda, la revelación de Dios a través de un hombre que se reconoce y descubre a sí mismo como hijo de Dios. De aquí que la particularidad de lo cristiano sea la necesidad de la reconciliación de los hombres entre sí en el mundo, no fuera del mundo; en la historia, no fuera de la historia. Por ello, el cristianismo urge al cambio de las estructuras que oprimen, alienan, empobrecen, subordinan; esas que lastiman y fracturan hondamente la libertad y la justicia.

No es casual, acaso, que el sumo pontífice mencionara de manera especial este viernes, a los millones de mexicanos que viven más allá de las fronteras de México y a los indígenas, esos de Fray Juan de Zumárraga y de Vasco de Quiroga (esos de Bartolomé de las Casas, se puede añadir), clara expresión de la falta de oportunidades dignas para trabajar en México y de la injusticia y la segregación sociales; y que formulara un llamado a transitar hacia nuevos horizontes, a pesar de que estos no se encuentren totalmente delineados.

Se trata -qué duda cabe- de una invitación a la esperanza. De un mensaje que invita, como lo señalara San Pablo a los romanos, por construir lo nuevo, con un ánimo por la libertad y la justicia que no puede decaer; sabedores de que el mundo, y todos en él, tendremos que cambiar. Y en ese cambio, los cristianos tienen un papel fundamental. Hace más de treinta años la Iglesia aseguró que los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y cuantos sufren, eran a la vez los gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Y ofreció su sincera colaboración para lograr la fraternidad y la justicia, conscientes del sesgo dramático -así lo enfatizaba el Vaticano II-, que con frecuencia caracteriza al mundo. Por toda esta carga original y esencial de lo cristiano, ratificada en la tradición eclesial a pesar de todos sus retrocesos y desviaciones, la visita papal no puede menos que ser, efectivamente, un llamado a la esperanza en que lo terrible de nuestro hoy, en México, en América Latina, en toda América, en todo el mundo, no sólo puede ser distinto sino también mejor.