Luis Linares Zapata
Visitas y significados

Una vez más, Karol Wojtyla, el otrora obispo de la fría Cracovia y convertido en Juan Pablo II por las artes y procedimientos de una hermética jerarquía incrustada en los poderes fácticos del mundo llamado occidental, visitará México. Y una vez más, pero hoy bañada por mensajes con renovados bríos propagandísticos y mercantiles, la ciudadanía lo espera envuelta por los torrentes radio televisivos de posturas acríticas que le envían buena parte de sus élites dirigentes. El Papa, célebre obispo de Roma, no es un sujeto de análisis y divergencias sino de aceptaciones temerosas y firmes creencias en el más allá.

No es un hombre de Estado y gobierno más sino una señal eterna. No es un incansable promotor de su feligresía y punto de controversias ideológicas para corrientes interesantes y definitorias de la civilización, sino un exclusivo intermediario entre el signo de la cruz y las debilidades humanas. Es, en fin y como lo anuncian en los sobados y melosos espots televisivos, un mensajero que trae la palabra ``divina''.

Y llega a este México de fin de siglo. Al acongojado país de las crisis recurrentes y las revoluciones inconclusas y moribundas. Al de las penas inflacionarias y las crecientes divergencias que ya no se condensan tan fácilmente en un solo mito: el guadalupano. La razón de tal abandono es notoria, lo dejan atrás, entre otros millones, los afiliados a las llamadas ``sectas''. Acude a este país que va librándose de su enclaustramiento católico para devenir, por las inevitables exposiciones al mundo, en una sociedad plurirreligiosa que rechaza, aunque no se exprese con magnavoces, tal vez por reminiscencias juaristas, cualquier religión con trasnochadas pretensiones de ser una con rango de Estado. Tocará entonces este enorme territorio en el que sobrevive, a pesar de sus avatares y penas, un pueblo sencillo y laborioso que, sin duda, lo recibirá con una gran sonrisa colectiva y algarabía callejera. Aquí tendremos, es cierto, y por cuarta vez, un mandatario del Vaticano que acarrea, tras de sí, los ritos e intereses de una burocracia plagada de herencias conservadoras, retorcidas y autoritarias revestidas con ropajes de bendiciones y olor a santidad.

Pero más allá de lo intentado por la publicidad y las opiniones rendidas ante la ``excelcitud'' del personaje por llegar, subsiste una terca constancia del limitado impacto y superficial efecto logrado. Se alega que los ``mensajes profundos, la renovada evangelización, los empujes sembrados para el cambio mental'' afectaron la médula de la presente sociedad mexicana y del mundo entero. Sin embargo, y a pesar de la profusión con que tales pretensiones fueron lanzadas al aire en las anteriores visitas de tan ilustre personaje, rala es la evidencia de los impactos efectivos y notorios que puede recogerse entre la población, aún de aquellos segmentos clasificados como creyentes.

El México de la resistencia profunda a las ideas impuestas por la espada y la labor evangélica continuará su lucha soterrada por adaptar las innovaciones a sus costumbres, visiones y rituales en un deseo por prevalecer. Lo mismo hará ese otro México que va circulando de la modernidad momificada en las unanimidades de antaño a los disensos de difícil compaginación que ahora matizan con sus colores a una ciudadanía crecientemente arreligiosa. Nada se diga de esa Nación que se disuelve en multiformes identidades de difícil definición pero, sin duda, ensanchada por la tragedia y oportunidad que le presenta una masiva emigración de sus expulsados a la que el Papa poco ha visualizado.

Juan Pablo rompió, es cierto, con la enquistada clerecía italiana que encerró a la Iglesia romana en sus extravagantes y lujosos palacios durante varios y prolongados siglos donde floreció la medianía en los liderazgos, los pleitos de poder y la atrofia en el pensamiento eurocentrista. También la sacó de su inexistente contacto con las masas americanas, su mayor soporte actual y futuro.

Con ello, este viajero la puso en marcha para enfrentar las condiciones de un mundo en convulsión. Pero no pudo situarla al frente de las preocupaciones colectivas que traspasan al hombre y las naciones.

Las mujeres en la lucha por ensanchar sus oportunidades, las parejas atosigadas por la natalidad y el sida, el pensamiento comprometido en la lucha por la liberación de los pueblos y los individuos, los esfuerzos de la ciencia y los avances tecnológicos para alumbrar la vida, sus orígenes y mutaciones, poco han encontrado en las posturas de un Papa que se muestra terco, retrasado y ajeno a tales tendencias.

Indetenibles por otro lado. Wojtyla recurrió, en este respecto, a severas posiciones represivas que le instrumentaba, entre otros muchos, el tristemente famoso Cardenal Ratzinger, abriendo una severa lucha al mismo interior de esa otra parte de la Iglesia que no ha querido detenerse, y menos aún retroceder, a partir de las transformaciones que introdujo el Concilio Vaticano II.