La Jornada Semanal, 17 de enero de 1999
A la edad de veinte años no tenía ni idea de qué significaría
escribir, qué sería la literatura. En la secundaria continuamente me
reprobaban en checo y repetí dos veces el primero y el cuarto de
secundaria, prolongando de esta manera dos años más mi
juventud... Después de los veinte años se rompió el eje sólido de mi
inconsciencia y esta vez caí en manos de la literatura y de las artes
plásticas, por lo que leer, mirar y estudiar eran mi pasatiempo. Aún
hoy me ponen en un estado de euforia los escritores que amé en mi
juventud, y conozco de memoria no sólo el Gargantúa y
Pantagruel de Francois Rabelais, sino también Muerte a
crédito de Louis Ferdinand Céline, y los versos de Rimbaud y
Baudelaire, y aún hoy leo a Schopenhauer, y en los últimos años mi
maestro es Roland Barthes... Pero fue Giuseppe Ungaretti quien me
inspiró en aquellos lejanos veinte años, y sugestionado por su
literatura comencé a escribir versos... y así escalé el hielo sutil de
la escritura, y la fuerza motriz de mi escritura era la alegría que me
daban las frases que escurrían lentamente de mi alma en las páginas de
la máquina de escribir Underwood, y estaba asombrado de lo que se
enganchaba a mi primera frase escrita, y así escribía mi diario
íntimo, mi correspondencia amorosa, mi monólogo interior combinado con
un monólogo provisto de destinatario... Y tenía siempre la impresión
de que lo que escribía sólo me pertenecía a mí; que aquello que
lograba escribir en las páginas en blanco era algo que me honraba y al
mismo tiempo me turbaba. Por aquel entonces, cuando los amigos y los
vecinos preguntaban a mi madre cómo iban mis estudios de leyes, mi
madre hacía un gesto desconsolado con la mano y decía que ``estaba
siempre con la cabeza en otra parte''... Y era así, en aquel tiempo
era un muchacho poseído por la escritura, grávido de escritura, y no
soñaba otra cosa que en el sábado y el domingo, cuando regresaba a
Nymburk de Praga, sobre todo porque los fines de semana la oficina de
la fábrica de cerveza era tranquila, y durante dos días podía escribir
en la máquina Underwood, podía escribir esa primera frase que viajaba
conmigo desde Praga, y después permanecer sentado frente a la máquina
y esperar, con los dedos levantados, el instante en que esa primera
frase generaría la frase siguiente... Y a veces esperaba una hora o
más, en cambio otras veces escribía tan velozmente que la máquina se
atascaba y tartamudeaba, era tan enorme el torrente de las frases... y
ese flujo y ese escurrir de frases me hizo comprender que ``era
precisamente lo que se necesitaba''... Y escribía por la alegría de
escribir, por esa euforia que, aun sobrio, mostraba señales de
embriaguez... Y
escribía según la ley óptica de la reflexión, eso que vivía como un
loco... En fin, aprendí a escribir, y esa escritura era un ejercicio,
eran variaciones sobre Apollinaire y Baudelaire, más tarde me ejercité
con Céline en el flujo del habla de la gran ciudad, y después fueron
Babel y Chejov, ellos me enseñaron a reflejar en lo que escribía no
sólo a mí mismo sino también al mundo que me rodeaba, me enseñaron a
ir hacia mí mismo partiendo de los otros... y me enseñaron qué es el
destino. Y después llegó la guerra y se cerraron las universidades, y
al finalizar la guerra trabajé en los ferrocarriles, y en mi escritura
se coló la Nadja de Bretón y los Manifiestos del
Surrealismo... y todos los sábados y los domingos seguía
escribiendo, en la oficina solitaria de la fábrica de cerveza de
Nymburk, mis notas al margen de lo que veía y que se volvía el destino
de los otros. Estaba aterrado y al mismo tiempo me sentía halagado de
que lo que escribía, me convertía en un testigo ocular, un cronista
poético de los dolores de la guerra, además, todos esos años que pasé
escribiendo en mi Underwod, sobre aquella cruda y cruel realidad, me
obligué a alejar de mí la lírica juvenil, sustituyendo el triste juego
de frases que tendían a sobresalir..., y así continuaba transcribiendo
mi monólogo interior que sin embargo tenía un destinatario, pero sin
ningún comentario, convirtiéndome en el primer lector de mí mismo,
tenía la impresión, cuando miraba esas páginas escritas, como si las
hubiera hecho otro..., y me seguía sintiendo honrado de poder
escribir, de ser testigo de aquel enorme acontecimiento de mi vida, de
poder pensar sólo a través de la máquina de escribir... Y continuaba
con la escritura como si estuviera confesándome a mí mismo y también a
todo el universo... Y desde entonces siempre he considerado como
fuerza motriz de mi escritura el ser testigo, el deber escribir y
transcribir todo lo que me impresiona y al mismo tiempo me conmueve,
tener que dar testimonio -en la máquina de escribir- no de todos los
acontecimientos sino de algunos hechos neurálgicos de la realidad,
como si arrojase agua fría sobre un diente que me hace mal... Sin
embargo también consideraba esto como un don divino, como me había
enseñado el poeta filósofo Ladislav Klima... Y la guerra terminó y me
titulé en jurisprudencia, sin embargo caí preso de las leyes de la
reflexión óptica en la escritura, dando vida a escenas sobre mis locos
oficios; no sólo para empaparme del ambiente que me rodeaba, sino
también de lo que escuchaba en las conversaciones de la gente... Y no
dejaba de asombrarme que, desde entonces, cada sábado y cada domingo,
en la oficina solitaria de la fábrica de cerveza donde trabajaba mi
padre con su contadora en los días de asueto, yo seguía registrando
las cosas importantes que me habían sucedido durante la semana y lo
que inventaba en mi cabecita... y proseguía con el juego, y tenía la
impresión de que una hermosa muchacha me untaba en el pecho grasa de
ganso, me sentía tan honrado y empapado de mi escritura... Y llegaron
a sus fin mis años de aprendizaje, y tenía que abandonar la fábrica de
cerveza, tenía que dejar las cuatro paredes y la ciudad donde mi
tiempo había empezado a detenerse..., y me transferí a Liben, en la
periferia de Praga, a un cuarto, la ex fragua de un herrero, y así
empecé no sólo una nueva vida sino también una forma diferente de
escribir... Y después durante cuatro años viajé a Kladno para trabajar
en los hornos Martín de las acererías Poldi, y mi juego con las frases
recibía un estilo diferente... La lírica se volcó lentamente en un
realismo total sin que me diera cuenta, porque el trabajo cerca del
fuego y el milieu de la acerería con los rudos obreros y sus
charlas me parecía enormemente bello, como si trabajara y viviera en
el corazón mismo de los cuadros de El Bosco... Y como corté con mi
pasado, de alguna manera esas tijeras quedaron entre mis dedos, en ese
tiempo comencé a usar las tijeras para escribir textos, trabajaba el
texto con la técnica ``cutter'', como si fuera una
película. Emanuel Frynta escribió sobre mi estilo: que se trata de un
``Leicastyle'', que aferro la realidad en los momentos
culminantes de la conversación y después hago un texto... Lo consideré
un halago, porque en aquel tiempo ya contaba con mis lectores y mis
escuchas, porque -como me decían- lograba leer sin pathos... Y
en aquel tiempo seguí escribiendo con las tijeras entre los dedos,
incluso llegué a escribir sólo para esperar el instante en que pudiera
tijeretear el texto escrito y arreglarlo de tal suerte que me
asombrase como una película de cine..., y después comencé a trabajar
como recogedor de papel viejo, y luego como tramoyista, y no veía la
hora de tener tiempo libre para poder escribir para mí y mis amigos,
para hacer textos diversos como smizdat y, en fin, ya era un
escritor, con original y cuatro copias. Y después me volví un escritor
auténtico, a la edad de cuarenta y tantos años comencé a publicar un
librito después de otro, y con cada libro casi me enfermaba porque me
decía: ahora publican lo que pensaba sólo para mí y para un par de
amigos... Y, sin embargo, lectores tenía y tengo cientos de miles, y
leen mis textos como si se tratase de un periódico deportivo. Y yo
sigo escribiendo, incluso he aprendido a pensar sólo a través de la
máquina de escribir, mi juego prosigue con un matiz de
melancolía. Paso semanas enteras esperando hasta que dentro de mí se
acumulen imágenes, y después llega ese orden, cuando tengo que
sentarme a la máquina de escribir y volcar todo en la página que está
allí brotándome... Y escribo y me siento halagado por la escritura,
aunque después de semejante ceremonia me siento como si hubiera parido
cabritas... Y ahora ya me puedo dar el lujo de escribir de un tirón,
usar lo menos posible las tijeras, hacer que ese largo texto sea en
efecto la imagen de lo que traigo dentro de mí, y que yo, con la punta
de los dedos, he volcado en la máquina de escribir... Ahora que ya soy
viejo puedo darme el lujo de escribir sólo lo que tengo ganas de
escribir, si me observo con la mirada de hoy, me doy cuenta de que
aquellos largos textos premier mouvement los escribí como si
respirara, como si en el instante en que con la banderola me doy la
señal de partida, hubiese aspirado las imágenes que me obligaban a
escribir, y después las hubiese exhalado a través de las teclas de la
máquina... y de nuevo aspiro mi álbum interior de acordeón, y de nuevo
lo exhalo a través de la escritura... casi al ritmo de los pulmones,
al ritmo de un fuelle de herrero, yo mismo me muevo rítmicamente y me
calmo, por eso mi escritura sigue el movimiento de un gran juego, así
como trabajan las cuatro estaciones... Sólo ahora me percato de que la
escritura me trajo el conocimiento, sólo ahora he alcanzado la esencia
del ludibrio, que es la esencia de la filosofía de Ladislav
Klima... Pienso que sólo a través de la escritura he logrado, en esta
vida, alcanzar muchas veces la capacidad de ser idéntico a la
melancólica trascendencia, de la misma manera como encajan los botones
koh-i-noor Waldes uno dentro del otro y se cierran
automáticamente. Me da mucha alegría ver que al adelgazamiento en mi
escritura corresponde un aumento en mi persona, por eso soy un perenne
principiante cuyo soporte es la palabra deleite... y por tanto el
amor... Y que también los dolores y los golpes del destino los
considero un juego, porque en la literatura lo más hermoso es que en
el fondo ninguno está obligado a escribir. Por lo cual ¿dónde está el
dolor?, todo no es más que un juego de los hombres; la eterna
imperfección en el diamante al cual se refiere Gabriel
Marcel... Cuando empecé a escribir fue sólo para aprender a
escribir... Ahora, sin embargo, sé con el cuerpo y con el alma lo que
me ha enseñado Lao-tsé, que lo supremo es saber que no se sabe... Y lo
que me sugirió Nicolò Cusano, la docta ignorantia... Ahora
que con la escritura he alcanzado la culminación del vacío, espero que
se me conceda en mi lengua materna descubrir al final, por medio de la
escritura, no sólo en mí sino también en el mundo, lo que aún no
sé.
Traducción: Irma Alcalá de Lira