La relevante presencia de Juan Pablo II en México, 20 años después de que llegara por primera vez, recién ungido como obispo de Roma, nos conduce a reflexionar lo mucho que ha sucedido en un tiempo histórico relativamente corto.
A fines de la década de los 70, cuando se produjo el primer encuentro entre los mexicanos y el Papa, todavía prevalecía el arreglo surgido en Yalta, y que dividió al mundo en dos polos. La guerra fría, ya para entonces no tan guerra, seguía soportando una artificial polarización de la hegemonía mundial que obligaba a aceptar ser parte del polo en que la fatal geografía lo había colocado.
Alemania, Checoslovaquia, la misma Polonia, junto con Rumania y muchos otros países, habían sufrido tremendas agresiones que dejaban bien claro que el arreglo global que se produjo como saldo de la Segunda Guerra Mundial no estaba sujeto a revisión.
Eran tiempos en que se exhibía a la democracia, que tenía como paradigma al libre mercado, como el verdadero camino hacia la superación de los ancestrales problemas de pobreza que habían acompañado al desarrollo de la humanidad.
Las interminables filas de habitantes de los países de la Cortina de Hierro en busca de los satisfactores básicos, eran propuestas como las aberraciones de un sistema absurdamente injusto.
En estos 20 años, la artificial polarización del mundo terminó, justamente cuando la economía del bloque socialista se derrumbó dejando en claro que resultó incapaz para cumplir con su compromiso de convertirse en la vía alternativa del capitalismo salvaje, que carecía de rostro humano.
La influencia y peso específico del propio papa Wojtila, y la enorme religiosidad del pueblo polaco, jugaron un papel importante en la reconfiguración del mundo.
Hoy, ya no existe la artificial división que justificó la repartición del mundo; los nacionalismos han vuelto a aflorar y de las guerras globales volvemos a las guerras regionales, la mayoría impulsadas por cosmovisiones milenarias.
La globalización, que no es otra cosa que el triunfo de la idea liberal de la economía, ya no tiene frente a sí ningún factor capaz de equilibrarla; el mercado se presenta como la única opción para la organización económica.
Las largas filas de compradores ya no existen, no porque sus necesidades hayan sido resueltas, sino porque ya no hay las instituciones para llevarlas a cabo. Junto con el triunfo del liberalismo, el Estado ha visto cómo desaparecen, una a una, las instituciones de que disponía para intermediar a favor de los que no han podido acceder a los mercados para en ellos resolver sus aspiraciones.
El resultado de este profundo cambio no es que el número de pobres haya disminuido; por el contrario, su tasa de crecimiento es verdaderamente explosiva, dejando en claro que si bien la vía seguida después de Yalta no resultó eficaz, tampoco lo ha sido la que se gesta con el derrumbe del Muro de Berlín. Veinte años después, seguimos sin encontrar la vía que nos permita acompasar el crecimiento poblacional con el incremento sostenido del bienestar humano.