Pasaron las posadas, la Navidad, el Año Nuevo y los Reyes. Aunque fuera empeñando en el Monte de Piedad, pero mucha gente compró regalos, organizó fiestas, y con ello se mantuvo un cierto nivel de ventas, de empleo, de actividad económica. Las fiestas pasaron pero las deudas no. La cuesta de enero se manifiesta ahora en toda su crudeza, con los precios altos y el peso devaluado, no sólo frente al dólar sino, peor, frente a los bienes de consumo generalizado. En poco más de un año, el peso pasó de cambiarse por unos 600 gramos de tortillas, a 250 gramos.
El índice oficial de precios al consumidor aumentó, en 1998, más de 50 por ciento por encima de lo previsto en los documentos presupuestales. Aumentó 18.61 por ciento frente al 12 por ciento de la estimación oficial de fines de 1997. Al mismo tiempo, el peso se devaluó en 23 por ciento frente al dólar, lo cual tampoco se ajusta al escenario previsto, que incluía estabilidad en el tipo de cambio, en términos reales, para ese 12 por ciento de aumento de precios.
En una economía tan dependiente de las importaciones como la nuestra, no es raro que estos dos indicadores se hayan disparado, frente a lo previsto, de manera similar. Por un lado, al subir de precio el dólar lo hacen también las importaciones y, por otro, la debilidad del peso, a la cual contribuyen varios factores pero de los cuales uno es el aumento de los costos internos de lo que se quiere exportar, se acentúa con el mayor aumento de precios.
Las causas de ese disparo, o de esa falla en la previsión, según el aspecto desde el que lo veamos, no desaparecen para 1999 y, por lo mismo, las actuales previsiones quedan, por decir lo menos, bajo sospecha. Por un lado, el gobernador del Banco de México prevé aumentos de precios de 2.2 y 1.8 por ciento en los primeros dos meses del año y, por otro, sostiene que el aumento del mismo índice de precios al consumidor será de 13 por ciento en todo este año. Para que eso fuera cierto, se necesitaría una baja de precios tal, que la mitad de los meses del año tuvieran aumentos de 0.8 por ciento mensual para abajo, y llegando incluso a 0.5 por ciento en el mes más bajo. Ese 0.8 por ciento ha sido el menor aumento mensual en lo que va del sexenio, y sólo momentáneamente.
La realidad se aprecia mejor viendo el aumento frente al mismo mes del año anterior, porque así se dejan fuera los efectos del mes o de la estación. Ese indicador aumentó con las devaluaciones de principios de sexenio, empezó a bajar en enero de 1996 para llegar, en mayo de 1998, a un mínimo de 15.0 por ciento frente al mismo mes de 1997, y desde entonces no para de subir: en diciembre llegó a 18.6 por ciento. Esa es la realidad.
El mismo gobernador amenazó con dar a conocer en breve un programa monetario para que se alcance ese 13 por ciento en 1999. Está por verse hasta dónde más se va a frenar la economía del país, ya en una situación recesiva, en aras de un objetivo que difícilmente se va a alcanzar.
Esa diferencia entre previsiones y realidad y estas medidas monetaristas tienen, por lo menos, dos implicaciones: afectan a los salarios y afectan el poder de compra del presupuesto, de manera adicional a la afectación por los recortes, tan socorridos en 1998 y ahora aplicados de manera selectiva desde el proceso de aprobación presupuestal en la Cámara de Diputados.