DROGA EN CHIAPAS
La semana pasada se suscitó un enfrentamiento --sin víctimas, por fortuna-- entre efectivos del Ejército Mexicano y agentes de la Procuraduría General de la República (PGR) y de la policía estatal, por una parte, y pobladores de la comunidad zapatista de Aldama, municipio de Chenalhó, Chiapas, por la otra, cuando los primeros incursionaron en la localidad con el pretexto de destruir plantíos de mariguana cercanos al poblado. El incidente marcó el inicio de una campaña de insinuaciones oficiales, alimentada por el coordinador para el diálogo, Emilio Rabasa, sobre supuestos vínculos del Ejército Zapatista de Liberación Nacional con el narcotráfico.
Ayer, en respuesta a un comunicado de la dirigencia rebelde en el que se rechaza tal campaña, la Secretaría de Gobernación le puso punto final y reconoció que tales vínculos no existen. Sin embargo, el episodio deja dudas que deben ser despejadas en torno al manejo oficial de los temas referidos.
Por principio de cuentas, es un secreto a voces el auge que ha cobrado en tierras chiapanecas el narcotráfico --tanto en su modalidad de trasiego como en la de cultivo--, fenómeno anterior al alzamiento indígena del primero de enero de 1994. El entorno geográfico agreste, con zonas de difícil acceso, la condición fronteriza del estado, la mínima presencia --si no es que el abandono-- del Ejecutivo federal en la entidad hasta el año mencionado, así como la miseria, la opresión y el cacicazgo característicos de la región, crearon circunstancias propicias para la operación de ese rubro delictivo.
Tras la rebelión indígena de hace cinco años, y particularmente después del 9 de febrero de 1995, el Ejército Mexicano, la PGR y los cuerpos estatales han colocado a la entidad bajo una férrea, extensa y minuciosa vigilancia. Especialmente en la denominada zona de conflicto, las fuerzas oficiales mantienen una supervisión sistemática, tanto por aire como por medio de retenes, y llevan a cabo permanentes tareas de inteligencia. Ante toda esa movilización fiscalizadora, cuya intensidad y cuyos excesos la convierten en factor de constante hostigamiento contra la población civil, zapatista o no, resulta inverosímil que las actividades del narcotráfico en la zona puedan pasar inadvertidas para las autoridades estatales y federales.
Con estas consideraciones en mente, es difícilmente creíble el "descubrimiento" súbito de la PGR y del Ejército de unos plantíos de mariguana en la hipervigilada zona de influencia zapatista. Además, llama la atención que, a estas alturas del conflicto chiapaneco, se haya pretendido introducir en él el factor del narcotráfico, como quiso hacer el propio Emilio nRabasa en declaraciones que fueron justamente calificadas de "impertinentes" por el senador Pablo Salazar Mendiguchía, integrante de la Cocopa.
En suma, las sospechas o insinuaciones sobre supuestos nexos entre los rebeldes y la siembra de estupefacientes son insostenibles. En cambio, resulta obligado preguntarse cómo puede llevarse a cabo, en un entorno de vigilancia y despliegue militar y policiaco como el que impera en Chiapas, la producción, el tráfico o el comercio de estupefacientes, si no es con la complicidad de funcionarios públicos.
Las autoridades federales tendrían que investigar tal situación, dar una respuesta convincente a esta inquietante pregunta y abstenerse, en lo sucesivo, de involucrar el tema distorsionador del narco en el manejo del conflicto chiapaneco.