Enrique Ponce meció el toreo el domingo pasado y acabó con el cuadro. La plaza estaba llena de su espíritu y soñaba palmas de cava vieja. El baile valenciano tenía el ritmo de las cumbres onduladas, al seguir toreando Ponce, a la muerte, al compás de la guitarra. Estilo de torear caminándole al toro con arqueo de cintura y asomo al vacío. Rito de faroles y río de gracia que rondaba las caderas toreras y latía bajo el milagro del toreo. Roja muleta en llamas, espada dominical -boca, pieles y jugos toreros- llevaban un hechicero torero que seguía en lo profundo del ruedo peleando la supremacía del toreo, en la temporada mexicana. La tarde de ayer, José Tomás su competidor sólo envió a un fantasma que no se notó en el coso.
Enrique Ponce, torero de piel limón anaranjada dio a su baile torero, hace una semana hondura y torería. Toreo de pases naturales -como aquellos con el toro con la estocada en el cuerpo-, el cuerpo relajado cargado debajo de la curva de la cadera. Baile entre los juncos árboles y toros bravos, vestido de luces, provocando en los pitones, secretas delicias al caminarle de las orillas al centro del ruedo. Luego sueños de melancolía se esparcieron en la semana en la hondura de la madrugada y vibraron al escaparse altivos y desaparecer en el nebluno de la ciudad.
El cristal de sus doblones fueron espumas de oscuridad al clarear y tuvieron formas llenas de sol y olores a leche caliente con rumor de fronda. No hubo más sol, ni brisa que el aire mexicano, que los acariciaba. Aire que llevaban los sueños dormidos sobre el silencio de ese baile interior de puro estilo valenciano, en el que se inspiró el torero, para salir triunfador a hombros de la multitud de la Monumental mexicana, gracias a sus doblones únicos, que fueron toreo auténtico y enloquecieron al público que una semana después aún no elabora la magia de este joven torero.
Torillos de Garfias, a los que con cariño llevó en las olas de su cuerpo derramadoras de la sal marinera voluptuosa que meció en el ruedo al agitar su muleta de lujuria en un son de palmas de rito amoroso. Noche de tiros largos y oscuridad viva que fue fuego en los aficionados adentro de la sangre. Arrastraba la muleta Ponce, derramándose en la cintura por el encaje del olor amargo del traje de luces. Ballet torero acompasado con la cadera, que es el ritmo del toreo moderno.
Delirio consistente en ver al torero con la capacidad de crecer y sentir que sólo para uno toreaba. Uno se forja de él una imagen especial intransferible, matizada por su vivencia mediterránea, que conmueve y propicia una comunicación que se expandió más allá de la faena concreta. Cuando se posee esta capacidad de transmitir las emociones como tiene Ponce, actúa infaliblemente el sentido de enlace. Sentido que se continuaba y tornaba fríos y secos a los toreros alternantes la tarde de ayer. Aunque es de justicia señalar que los toros de don Fernando de la Mora, muy bien presentados, fueron deslucidos, sosos, sin emoción. Misma que no le pusieron los alternantes y es que en el coso había un viento, agonía de coplas ¡Que venían de la Valencia poncista!