La Jornada domingo 17 de enero de 1999

Fernando González Gortázar
Ecclesiam Suam

El 5 de octubre de 1995, el papa Juan Pablo II (quien no se distingue por su templanza) dijo a la Asamblea General de Naciones Unidas que ``existen unos derechos humanos universales, enraizados en la naturaleza de la persona''. El 11 de enero de 1999, Juan Sandoval Iñiguez, arzobispo de Guadalajara y cardenal de la Iglesia católica, apareció ridiculizando aquellas palabras al afirmar que ``ese cuento de los derechos humanos (...) es una organización un poco manipulada desde fuera'' por ``organismos internacionales que tienen interés en desestabilizar el país''. Según su juicio, la Comisión Estatal de Derechos Humanos, presidida en Jalisco por Guadalupe Morfín, una mujer lúcida y valiente que se mueve en medio de agresiones sin término, ``no es sana para la sociedad''.

Dos días más tarde, el arzobispo culminó su habitual grosería e incontinencia verbal con dos afirmaciones vergonzosas: ``Si a un policía se le pasa un poco la mano, a veces tienen que usar un poco de violencia con estos señores que no son corderos mansos'', y ``ante un homicidio, la legalidad desaparece. Ante un homicidio lo que importa es la verdad de los hechos, no los legalismos''. Así, amparando la violencia policiaca y el desprecio por la ley, pretende este señor guiar conciencias y allanar el camino de la próxima visita papal.

En otro orden, y por coincidencia también en Guadalajara, el nuncio apostólico Justo Mullor afirmó el 14 de diciembre último algo interesante: que es necesario que ``las tres almas mexicanas, el alma indígena, el alma cristiano-popular y el alma laica, se reconcilien, porque sin esta reconciliación México está expuesto al divide y vencerás''. Digo que es interesante porque la jerarquía católica siempre ha creído ser la dueña del país entero: para ella sólo ha contado la segunda de esas ``almas'' y las otras dos (que se deducen, obviamente, ``no cristianas''), o bien no existen, o son entes execrables y apátridas. Recuerdo la sentencia del entonces portavoz de la Conferencia Episcopal Mexicana, en noviembre de 1984: ``La conciencia de la unidad nacional radica en la identidad católica''; es decir, ser mexicano consitía, para ese organismo, en ser católico. El nuncio parece pensar distinto, pero sus palabras cayeron en el vacío y una golondrina, desde luego, no hace verano.

Hasta hace algunos años, el clero católico (como el Ejército Mexicano, el cual, por ciento, al cardenal tapatío le parece que debe ser un fetiche intocable) aparecía como un monolito sin fisuras. Ahora vemos con creciente nitidez sus conflictos de intereses y creencias, las intrigas y los golpes bajos, la nobleza de algunos de sus jerarcas y la mezquindad de otros: la vemos como una sociedad de seres humanos, simplemente. ¿Cómo percibirán todo esto aquellos que miraban en los padres a seres cuasidivinos? No lo sé; supongo que con enorme desconcierto. ¿Qué luces esperarán del papa? No lo sé; supongo que con enorme desconcierto. ¿Qué luces esperarán del Papa? ¿A cuál de ``las tres almas mexicanas'' pensará dirigirse éste? Juan Pablo II va a llegar a un México más descompuesto que el que ha conocido antes, angustiado, frustrado, justamente indignado. La imagen aquella de Ernesto Cardenal arrodillado frente al Papa, y recibiendo de éste un regaño público injusto y grotesco, es imborrable. Juan Pablo no es un hombre de neutralidades: ¿a quién irá a censurar ahora, a quienes reniegan de lo que firmaron en San Andrés o a quienes exigimos que esos acuerdos se cumplan no sólo por estar firmados, sino porque son rectos, legítimos y necesarios? ¿Va a apoyar a los que, según los preceptos de su fe, buscan ``el reino de Dios y su justicia'' como entidades inseparables, o a los halcones de la diócesis tapatía, por ejemplo? ¿Va a reiterar ante Zedillo sus (tibias y esporádicas) condenas al capitalismo ciego, o va a mirar impasible cómo los nuevos dogmas acaban de pisotear nuestra esperanza?