El grabado tiene en México una rica historia; no es exagerado afirmar que data de la época prehispánica. Nuestros antepasados indígenas usaban sellos, placas y rodillos de barro para multiplicar imágenes. A la llegada de los españoles, antes que arribara a la Nueva España la primera imprenta, que incluía tablas grabadas para realizar portadas y estampas para los libros, existe la certeza de que grabadores nativos, dirigidos por frailes, realizaron estos trabajos utilizando planchas de madera en las cuales trazaban el dibujo para luego quitar el material entre las líneas y lograr el efecto de que el relieve fuera la superficie que imprimiera.
A lo largo del Virreinato, se hizo mucho grabado, utilizando madera y cobre. En 1781, don Jerónimo Antonio Gil fundó la primera escuela de grabado en la Casa de Moneda, misma que dio origen a la Academia de las Tres Nobles Artes de San Carlos de la Nueva España.
En 1853, ya en el México independiente, la academia contrató al grabador inglés George Periam, para que enseñara las técnicas en lámina y maderas finas. Sin embargo, en esos años disminuyó el interés por ese procedimiento debido a que el italiano Claudio Linati trajo a México la litografía --dibujo en piedra--, que causó sensación entre los impresores y artistas, que la utilizaron ampliamente.
Por fortuna, en 1882 don Antonio Venegas Arroyo estableció en la ciudad de México una imprenta en la que el grabado tenía gran importancia y a la que se incorporaron nada menos que Manuel Manilla, primero, y a partir de 1887 el célebre José Guadalupe Posada. Aquí se creó un estilo de inspiración popular caracterizado por un naturalismo y la libertad irrestricta para expresar ideas y sentimientos inspirados en los acontecimientos políticos y sociales que sucedían cotidianamente; su obra tuvo enorme influencia en el siglo XX.
De ello tenemos prueba fehaciente en los movimientos artísticos que surgieron a raíz de la Revolución: en 1921, el pintor francés Jean Charlot interesó en el grabado a los jóvenes artistas Fernando Leal, Francisco Díaz de León y Gabriel Fernández Ledesma, quienes comenzaron a trabajar en madera de hilo en los centros populares de arte de Tlalpan, La Merced y Nonoalco. También se estableció la técnica en la Escuela Central de Artes Plásticas. Bajo la influencia de Posada, los grabadores derivaron en los años treinta hacia los tipos humanos, los sucesos, el paisaje y los temas de índole social.
En 1933 se fundó la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios, algunos de cuyos miembros decidieron establecer en 1937 el Taller de la Gráfica Popular, que realizó importantes trabajos. Entre sus exponentes más destacados se puede mencionar a Leopoldo Méndez, Pablo O'Higgins, Alfredo Zalce, Raúl Anguiano y José Chávez Morado. Unos años más tarde, en 1947, se creó la Sociedad Mexicana de Grabadores que encabezaba Mariano Paredes; jóvenes miembros de este organismo decidieron separarse en 1967, al considerar que no habían ocurrido cambios radicales en el arte de la estampa y crearon el grupo Nuevos Grabadores.
Prácticamente todos los artistas mexicanos sobresalientes han utilizado alguna vez este procedimiento. La obra El grabado contemporáneo, de Ernesto Cortés Juárez, tiene un listado de más de 100, entre los que descuellan Siqueiros, Orozco, Tamayo, Ramón Alva de la Canal, Angelina Bellof, Mariana Yampolsky y Xavier Guerrero.
Muestras de los trabajos de la mayoría de ellos podemos disfrutarlas en las diversas exposiciones que presenta el Museo de la Estampa, ubicado en una de las plazas más bellas de América, la de la Santa Veracruz. Una casona del siglo pasado con toques neoclásicos alberga el rico fondo especializado en gráfica del Instituto Nacional de Bellas Artes. Colección formada a lo largo de muchas décadas, cuenta con su propio museo desde 1986, integrando así un espacio museístico delicioso, pues es vecino del Franz Mayer y lo bordean dos iglesias que en sí son obras de arte: San Juan de Dios y la que bautiza la plaza. Ahora exhibe grabados del Doctor Atl, Orozco, Leopoldo Méndez y Pablo O'Higgins, entre otros.
Al finalizar la visita, paseando por la Alameda y admirando sus bellas magnolias en floración, se puede llegar a la elegante avenida 5 de Mayo, para comer en L'Heritage, situado en el número 10-A. La comida, con énfasis en lo mexicano, ofrece unas sabrosas quesadillas, chilpachole de jaiba y rib eye molcajeteado; curiosamente, sus postres son fundamentalmente franceses. Dos ejemplos: crepes suzette y cerezas jubilee. ¡Mon dieu!