A Julieta Fierro
El amanecer de este año nos encuentra más empobrecidos que el anterior, y más salvajes. Las incertidumbres económicas mundiales de 1998 se hicieron acompañar de retrocesos nefastos en términos de convivencia. Por ejemplo: a fines de año la democracia de Estados Unidos llegó a grados insólitos de descomposición y trastocamiento; Bagdad fue bombardeada una vez más; la sangre de los inocentes se derramó en Kosovo de nueva cuenta; en Camboya se ha refrendado la impunidad para los genocidas del Khmer Rojo, y las guerras tribales y nacionales, impulsadas por intereses externos e inconfesables, van en vías de convertirse en parte del paisaje natural africano.
Pero la compulsión universal de malgastar vidas humanas tiene extraños contrapuntos. En la mañana del primer domingo de este año, en Cabo Cañaveral, una sonda fue lanzada en dirección a Marte. Llegará a su destino a principios de diciembre. Tiene la misión de buscar trazas de agua en el polo sur del planeta hermano y dar algún fundamento a la esperanza de hallar, algún día, evidencias de vida marciana, aunque sea extinta.
Hace cinco generaciones que los niños, los adolescentes y algunos adultos sueñan con encontrar marcianos. Ya sea en la advocación de enanos verdes o en la de protozoos y células elementales, los hipotéticos vecinos cósmicos son una obsesión mundial desde hace mucho tiempo, tal vez desde que los humanos cobraron conciencia de que la muerte como especie --o el suicidio, es decir, el genocidio-- es una posibilidad real. Diríase que, a mayor violencia y destrucción humana, cultural y ecológica, mayor es el empeño por descubrir que no estamos solos en este universo y que la vida es, con todo, más fuerte que nuestras aptitudes depredadoras. La búsqueda persistente de vida más allá de la atmósfera planetaria parece un síntoma de mala conciencia. Ojalá, porque la mala conciencia sería una buena noticia, un dato esperanzador para comenzar el año.
El hecho es que, por culpa o por morbo descubridor, 328 millones de dólares fueron presupuestados para el proyecto de esta nueva sonda a Marte. Tal suma es una baba de perico comparada con las decenas de miles de millones que se gastaban en cada viaje a la Luna del programa Apolo. Pero aquello formaba parte de la guerra fría y su justificación más importante no era el conocimiento científico, sino la carrera tecnológica de los orgullos de superpotencia. Ahora, en forma más modesta, pero más genuina, la NASA y la ESA, su contraparte europea, peinan el sistema solar en busca de vestigios celulares.
Los hallarán, en el mejor de los casos, en entornos hostiles: en lagos de metano, en refrigeradores planetarios o en calderos hirvientes, y nos darán a todos la buena nueva que la vida es tenaz e indestructible, que prospera en ambientes más agresivos que Dachau, Cártago, Lídice, Acteal o Stalingrado, más inclementes que los sótanos de tortura, los gulags y las cámaras de ajusticiamiento.
Y si, a fin de cuentas, las atmósferas de amoniaco de Titán o los vientos marcianos, arenosos y tóxicos, no hubieran logrado impedir el desarrollo de bichos ínfimos, tal vez los estamentos más destructivos y thanáticos de nuestra especie tendrían que rendirse y admitir no la inmoralidad, no la injusticia, sino la inutilidad manifiesta de sus empeños.