La Jornada Semanal, 3 de enero de 1999



Juan Villoro

Domingo breve

Invitación a llegar tarde

Tengo la impresión de que a los mexicanos no sólo nos cuesta más trabajo llegar a la democracia sino a todos los lugares. ¿Cómo alcanzar una compleja fase histórica si arribamos de milagro a donde nos invitan? En cualquier viernes de quincena, la casa de nuestro mejor amigo se convierte en el castillo de Kafka, una meta aplazada por el tráfico y la inveterada costumbre de descubrir quehaceres importantísimos cuando nos esperan en otra parte.

Si todos fueran igual de impuntuales, la reunión comenzaría a las once, pero como nunca faltan los obsesivos que estudiaron en el Colegio Alemán o con las madres teresianas, alguien toca el timbre a las nueve: -¿No ha llegado nadie? ¡Qué pena! ¡Me dijeron que a las nueve y salí de Satélite a las siete!

El primer comensal planea la visita como una expedición y es el que trae las mejores bebidas. Su puntualidad y sus regalos tienen un aire agraviante: tu mujer no se ha quitado la mascarilla verde y tus vinos son peores. De cualquier forma, finges que es maravilloso tenerlo en casa antes de que estén listas las botanas.

El intruso (faltan una hora y dos cubas para que califique como huésped legítimo) ha caído en la trampa que secretamente anhelaba y que le permitirá fantasear sobre el retraso de los otros y las confusas personalidades que los hacen tan queribles y les impiden llegar a tiempo. Durante una hora, la adelantada o el adelantado (rara vez los ansiosos llegan en pareja), se someterá a lo que mi amigo Jaime llama ``la cena del chimpancé''. Mientras la anfitriona se limpia la mascarilla verde en el baño, el anfitrión hace los honores de la casa, es decir, ofrece un perol con nueces de la India y cacahuates (ya no hay tiempo para las pasas envueltas en jamón serrano que ella pensaba servir). A continuación, el huésped precipitado se muestra comprensivo con el rezago de los Jiménez, que viven a la vuelta (``vieras cómo estaba el tráfico en Ciudad Satélite''), y entre cacahuate y cacahuate desliza preguntas que en otra situación calificarían como cizaña, pero que ahí obedecen al comprensible hartazgo de aguardar a los demás: ``¿Te has fijado cómo está bebiendo Chacho?'' ``¿Es cierto que Lucrecia se operó los senos?'' Cuando Chacho llega a la reunión y pide un ``güisquicito'', todos lo vemos como si fuera un borracho perdido, y Lucrecia es recibida por el dueño de casa con la cortesía de quien ayuda a quitar un abrigo de visón (las manos sobre los hombros, la mirada atenta a los botones), con la salvedad de que ella no trae abrigo sino un escote que le sienta bien como siempre pero que ahora parece sospechoso. Para este momento, el primer invitado ya comió medio kilo de nueces y lo único que desea es volver al lejano Satélite para que la larga travesía le ayude a digerir su cena de primate.

Pero Julio no ha llegado. Siempre es lo mismo con él. Lleva tres matrimonios sin que nadie lo someta a la puntualidad. Su fantasmal trabajo de asesor del subsecretario de llantas y tuercas le sirve para llegar tarde a todas partes: ``No me puedo ir hasta que no se apague la luz de su oficina.'' De ese faro ilocalizable depende su arribo con nosotros. Cuando finalmente toca el timbre, a eso de las once, su tercera esposa luce radiante y él se ve fresquísimo. En cambio, el invitado inaugural va por la quinta cuba (lo cual sugiere que su comentario sobre Chacho fue una confesión) y todos padecemos disfunciones estomacales de distinto calibre. Entonces sobreviene el momento de gloria en que la anfitriona pregunta: ``¿Pasamos a la mesa?'' Al ponerte de pie, descubres que ese mezcal estaba durísimo.

Julio no ha terminado de saludar cuando ya está en la cabecera y muestra un apetito de tigre; es el único que come dos veces del denso pipián que por cuestiones esotéricas se considera amable servir a la medianoche. Como desconoce las tenebrosas especulaciones que se hicieron sobre su ausencia, platica de tres temas a la vez, propone brindis repentinos y le lanza piropos a su esposa, que está al otro extremo de la mesa, padeciendo el mal humor del huésped original. De acuerdo con el orden de llegada, la cena brinda un ejemplo de la evolución de las especies: del antropoide gemebundo al calvo elocuente. Julio trae tantas ganas de todo que empezamos a pensar en las causas de su bienestar. El país se va a pique, las calles son dominadas por el hampa, la calvicie lo avejenta, uno de sus hijos tiene labio leporino, ¡y él se sirve otro poco de pipián! ¿Le entrará a la coca? No: eso quita el hambre. ¿La política le sirve de estímulo? Para nada: es vil achichincle de una tecnócrata olvidable. ¿Los cambios de matrimonio le dan una energía salvaje? Menos: paga cinco colegiaturas, dos pensiones alimenticias y un diplomado (su tercera esposa estudia algo carísimo que se llama ``Filosofía Suprema''). El triunfo social del último huésped obedece a otra razón. Julio está feliz, como si un alma con mejor destino hubiera transmigrado a su cuerpo, porque supo llegar tarde.

Vivimos en un país donde todo lo que vale la pena se pospone. Mientras no seamos una potencia mundial, hay que actuar conforme a nuestra agenda retardada. La próxima vez que te inviten a cenar, no llegues antes de las once.