La Jornada Semanal, 3 de enero de 1999
Son cuatro los grupos generacionales de mayor vigencia en la narrativa chilena actual: la Generación del '38, a la que pertenecen Fernando Alegría, Francisco Coloane y Volodia Teitelboim -por nombrar a los que siguen moviéndose en la palestra-; la generación del '50, en la que han destacado especialmente José Donoso, Jorge Edwards y Enrique Lafourcade; la que en su tiempo (los '60) se dio a conocer como ``novísima'', donde se sitúan Antonio Skármeta, Ariel Dorfman, Fernando Jerez, yo mismo, y finalmente, la generación ``emergente'', o ``NN'', o del '80, de la que han surgido en los últimos años numerosos y potentes escritores como Ramón Díaz Eterovic, Sonia González, Diego Muñoz V., Diamela Eltit y Jaime Collyer.
Trataré de centrar el hilo conductor de esta nota en la relación natural que se crea entre las temáticas de los mencionados autores de cuatro generaciones, y los procesos sociales que han sacudido al país en distintos momentos de su historia; y me salto por ahora a tres voces, muy potentes, que han abierto muchos puertos: Isabel Allende, Luis Sepúlveda y Roberto Bolaño.
Bajo el gobierno pluralista de Pedro Aguirre, elegido en 1938 por una coalición de frente popular, las actividades culturales encuentran buen terreno y durante toda la década de los cuarenta se vivirá un proceso activamente creador. La novelística de este periodo se verá marcada por una fuerte influencia de los factores político y social que arrancan del impacto que tuvo la guerra civil española sobre la intelectualidad chilena. En 1943 se publica La sangre y la esperanza de Nicomedes Guzmán, novela ambientada en un suburbio santiaguino y centrada en la lucha proletaria por mejores condiciones de vida. En 1941 aparece Ranquil de Reinaldo Lomboy, que narra una masacre represiva en el campo chileno. Y podría dar muchos ejemplos más para establecer que se trata de una generación marcada por el compromiso, que nunca desligará su literatura de los procesos políticos, y también para apoyar la caracterización que hace Fernando Alegría en su Literatura chilena del siglo XX: ``La generación del '38 posee ciertos rasgos que la individualizan nítidamente: por ejemplo, la importancia que se asigna a la función social del escritor, su esfuerzo por caracterizar al chileno dentro de un complejo de circunstancias históricas que lo relacionan íntimamente al destino del mundo contemporáneo, su preocupación por incorporar a la literatura zonas de nuestra sociedad hasta entonces ignoradas y, en fin, un interés, que a menudo asume caracteres de obsesión, por dar categoría literaria a las luchas de emancipación política y económica de las clases trabajadoras.'' Guillermo Atías, Luis Enrique Délano y Fernando Alegría incorporan más tarde a su temática ya sea el periodo que duró el gobierno de la Unidad Popular encabezado por Salvador Allende, las represiones que ejercieron los militares después del golpe de 1973, y/o la problemática del exilio.
En la década de 1950, presentada por un enfant terrible de nuestras letras, Enrique Lafourcade, aparece la Antología del nuevo cuento chileno, donde hace su debut la Generación del '50. Radicalmente diferentes de los escritores del '38, estos jóvenes, en general, se desinteresan concientemente de la política y evitan opinar sobre lo que está ocurriendo, la persecución a que una dictadura global sometió a sectores de la izquierda chilena, exonerando a miles de personas de la administración pública y abriendo por primera vez el campo de concentración de Pisagua; la época en que Pablo Neruda salió clandestinamente del país cruzando a caballo la cordillera de los Andes. Ellos mismos se definen como una generación individualista, de elite, deshumanizada y heterogénea, como escritores ``que no escriben para combatir, negar, afirmar algo de orden social o histórico''. Si bien uno de los temas más frecuentes que abordan sus novelas es la senilidad y la decadencia de un mundo que se pudre, y se mantienen en general lejanos del factor político, la turbulencia de la historia política de Chile termina por arrastrarlos en su torrente y no les da oportunidad de desprenderse de la fuerte sacudida que significó la dictadura, como podemos ver en las obras Casa de campo, El jardín del lado y La desesperanza, de José Donoso, el más destacado representante de esta generación y, como se sabe, uno de los puntos más altos de la novela chilena; en Los convidados de piedra y El anfitrión, de Jorge Edwards, y en El gran taimado del propio Lafourcade.
La Novísima Generación se vio marcada por una fuerte contienda ideológica librada en años de plena democracia, por la revolución cubana, que puso los ojos del mundo en Latinoamérica, y por el surgimiento de grandes voces narrativas de este continente, como las que conformaron el fenómeno del boom. Con el triunfo electoral de Allende en 1970, se multiplica el entusiasmo juvenil de un amplio grupo de escritores que han sido parte de la toma de conciencia y que formarán parte también, primero, de la responsabilidad del poder y, más tarde, del fracaso del proyecto. Se trata de la generación que mayoritariamente vivió el fenómeno del exilio. Ariel Dorfman, Fernando Jerez, Antonio Skármeta y el autor de este texto, entusiasmados con el proceso de la Unidad Popular, empiezan a mostrarlo en novelas y cuentos. Jerez en El miedo es un negocio, novela centrada en el pánico financiero que desató la derecha en un intento de impedir que Allende asumiera la presidencia, y Dorfman en Moros en la costa, que intenta mostrar el proceso político a partir de críticas literarias acerca de las novelas que se van escribiendo referentes al mismo. Skármeta y yo, en diversos cuentos incluidos en los conjuntos Tiro libre (suyo), y Vivario y Cambio de máscara (mío). Más tarde, los temas serán por un lado el exilio (Dorfman, Skármeta, Délano), y por otro la atmósfera creada por la represión (Jerez, el único de los cuatro que permaneció en el país).
Y llegamos a la nueva generación, los de ahora. Los escritores del '38 pasaron ya los ochenta años; los del '50 bordean los setenta; y los novísimos fluctúan entre los cincuenta y cinco y los sesenta y tres, más o menos. Los nuevos ya están pasando los cuarenta.
Los jóvenes del '80 también contaron (como los del '50 y los novísimos) con una antología catapulta que puso en órbita a una veintena de escritores que andaban sueltos cada uno por su cuenta, para enmarcarlos en la categoría de ``generación''. Contando el cuento, realizada por Ramón Díaz Eterovic y Diego Muñoz V., agrupó a algunos que ya se habían lanzado al agua con novelas o libros de cuentos, como Pía Barros, Antonio Ostornol o Ana María del Río, junto con otros que sólo contaban en su haber algunas publicaciones aisladas en revistas de escasa circulación. La mayor parte de ellos tenía menos de veinte años cuando se produjo el golpe militar de 1973 y pasó su juventud en un país caracterizado por el miedo, la vigilancia, la delación, la censura, la persecución, el crimen y la lucha clandestina, todo lo cual conforma una atmósfera que está muy presente en la temática de sus obras y que les infunde pesimismo, desarraigo, y los mueve en un espacio oscuro y asfixiante. A partir del advenimiento de la cuasidemocracia en que ahora nos desenvolvemos, se produjo una impactante eclosión de novelas que habían permanecido guardadas en los cajones y que han ganado ya un seguro público lector. Alberto Fuguet, Marcela Serrano, Carlos Franz, Gonzalo Contreras, Jaime Collyer, Andrea Maturana, Diego Muñoz V., Ramón Díaz Eterovic y Sonia González son algunos de los más destacados. A los dos últimos quiero referirme especialmente.
Ramón Díaz E., descendiente de inmigrantes yugoslavos, nació en Punta Arenas, la ciudad más austral del planeta, en 1956. Cuando terminó sus estudios secundarios, llegó a radicar en Santiago para ingresar a la universidad y comenzó su carrera literaria publicando libros de poesía y de cuentos: Cualquier día, en 1981, Atrás sin golpeLa ciudad está triste, en 1987, que se instala en la primera fila de la nueva narrativa chilena. En ella se integran a un todo unitario los tres motivos que recurren en sus conjuntos de cuentos: la relación de amor juvenil, la violencia como factor de ambiente, las relaciones que se establecen entre los personajes y las diversas formas de represión que les aplica el régimen. En un estilo desprovisto de elementos retóricos, Díaz Eterovic se ha decantando a una sencillez narrativa necesaria para toda buena trama policial. El escritor ha elegido el género policiaco denominado ``novela negra'' para develar una historia siniestra que representa muy bien la brutalidad-ambiente de un régimen de terror. Heredia, el investigador privado que crea Díaz Eterovic, está modelado según las figuras antecesoras de Philip Marlowe y Sam Spade, los héroes realistas, humanitarios, escépticos, violentos, solitarios y justicieros de Raymond Chandler y Dashiell Hammet. Personaje que se autodefine como un ser solo y que tiene la certeza de que ``lo único real es la oscuridad y el resuello de los lobos agazapados en las esquinas''.
Así como en el mundo de la novela negra se devela la corrupción social, esta primera novela de Díaz E. va más allá y, aunque nunca se diga que la ciudad triste sea Santiago, ataca la práctica de desaparecer personas cuando éstas no piensan igual que las autoridades del régimen, experiencia que se hizo corriente durante la dictadura de Pinochet. Al ir destejiendo la madeja de un caso que le encargan para que busque a una muchacha que ha desaparecido misteriosamente, Heredia se interna poco a poco en las zonas negras de una sociedad sometida a la prepotencia de la dictadura, y descubre que Beatriz y su amigo Fernando han sido asesinados brutalmente por razones de orden político. En sus novelas siguientes, Solo en la oscuridad, de 1992, Nadie sabe más que los muertos, de 1993 y çngeles y solitarios, de 1995, Heredia, investigando siempre casos policiales relacionados con la política, incursiona en formas más modernas de la corrupción que se da en nuestros actuales mundos urbanos, como pueden ser el narcotráfico o el tráfico de armas.
La novela más reciente de Díaz E., Correr tras el viento, de 1997, en la cual se separa momentáneamente de su detective Heredia para recrear un episodio histórico de Punta Arenas, su ciudad natal, en las épocas de la primera guerra mundial, muestra a un escritor ya maduro, recio y muy seguro de su pluma.
Sonia González, hija de profesionales santiaguinos, nació en 1958, estudió Leyes y hoy ejerce su profesión de abogado. Debutó en las letras con un libro de cuentos, Tejer historias, en 1987. Once narraciones de factura muy precisa, breves, contundentes, sin concesiones al bla bla, historias compactas, fragmentos muy pulidos de lo cotidiano más inmediato insertos en un mundo demencial que frustra y destruye a sus moradores. Sus personajes son seres de tono menor que deambulan en los estrechos escenarios de una sociedad enferma desde donde los acechan el miedo, la injusticia, el dolor. Pero estos residentes de lo inhóspito no están limitados por sus propias situaciones individuales en conflicto, sino que se proyectan más allá, apuntando a una situación de crisis que también es social y que afecta por lo tanto a todos. Si los motivos son la soledad y la incomunicación, la pantalla en que éstos se proyectan fluctúa básicamente entre las relaciones familiares y la represión ejercida por un régimen al que prácticamente nunca se nombra, pero que está ahí, siempre omnipotente.
Estas características, que encontramos en cuentos como ``Asuntos de la distancia'', ``Morder una manzana'', ``Constancias'' o ``Cosas que sólo Nicolás sabe'', se proyectan también a las otras dos obras que nos ha regalado Sonia González: el conjunto de cuentos Matar al marido es la consigna, de 1996 y la novela El sueño de mi padre, de 1998.
Sonia González maneja bien sus recursos estilísticos y, con una pluma que jamás se acerca peligrosamente al lugar común, crea un lenguaje cuya dimensión poética logra construir la síntesis de un mundo desolado que margina y enajena a sus personajes, iluminándolo con el foco decidido de una mirada muy femenina. ¡Y a ver si los siguientes textos me desmienten!