La Jornada Semanal, 3 de enero de 1999



Eduardo Milán

Tercera columna

El lugar donde se acaba el decir

Lo que lleva a un poeta como el brasileño Augusto de Campos (1930) a hablar del poeta como poetamenos es la misma conciencia que lleva a un poeta como el español José-Angel Valente (1929) a insistir en la cortedad del decir. Es la conciencia de la imposibilidad de la palabra poética, su temporal y precario triunfo en el decir, triunfo por aparecer en ese tiempo y no en otro y, finalmente, arbitrariedad en el tiempo que consagra a la poética como posible duración de esa misma imposibilidad. Es ese movimiento el que ratifica a la poesía como un ``alejamiento del fin'', como dice Félix de Azúa (1944). Entre la convicción de Augusto de Campos y la de José-Angel Valente ha mediado, sin embargo, el paso de la técnica y el paso de la historia, la aparición, a principios de siglo, de las vanguardias como fenómeno definitivo para la poesía en el caso del brasileño, y la vinculación -o revinculación- en el caso del español, del decir poético con una experiencia extrema, límite, de la palabra con el silencio y el callar, ambas experiencias que aproximan a la poesía de la mística. El ``decir menos'' de Augusto de Campos es la respuesta de la poesía, vista como la mayor condensación posible que alcanza el lenguaje -un cargamento de significación insólito, todavía, en un mundo en que la significación de la palabra ya no interesa-, a la dilapidación irresponsable del lenguaje, camuflada en variables técnicas o tecnocientíficas que a la vez que amplían el alcance comunicativo, reducen, en cambio, la intensidad del sentido. En el caso de Valente, la palabra poética implica un aparecer que actualiza la memoria, una memoria esencial que es posible, en ese aparecer, como contratiempo y no como ubicación en el tiempo, como desvelamiento de una capa temporal ilusoria -la de los acontecimientos, la de los hechos- que la mayoría de las veces actúa como encubrimiento de significaciones latentes -míticas, memorias, ejemplares- por verse envuelta en el tráfico de la linealidad y del seudomito del progreso. De este sepultamiento del sentido habla constantemente la poesía del argentino Juan Gelman (1930). Hay que ver, no obstante, que lo que se juega en cualquiera de estos casos es el problema de la forma en la poesía contemporánea. Una poesía que vislumbra el lenguaje como réplica inventiva a la dilapidación del sentido debe encontrar en la forma una posibilidad de creación de otro orden del mundo, concreto, en el caso de Augusto de Campos, en oposición a un mundo donde el orden se crea por expansión o conquista lingüística -la lógica imperial de Occidente, la lógica del ir, conquistadora- y donde la forma es mero tránsito entre un estado y otro. El lenguaje poético, así, necesariamente tenderá al icono, a la plasticidad, pero a una plasticidad que encuentra su fin en sí misma, en su capacidad de generar la atención de los sentidos. La creación de iconos sin aura ha sido la clave secular e histórica de la posibilidad de la palabra poética en nuestro tiempo, una manera indudablemente eficaz de resaltar el no-sentido trascendente de la palabra poética en ``tiempos sin dioses'', pero indudablemente ineficaz como posibilidad de revinculación de la poesía con una experiencia esencial de la vida humana. El silencio, aquí, es el límite físico de la palabra, la instancia no fonética, el lugar donde, simplemente, se acaba el decir. En cambio, valoración del sentido del silencio como el doble existente del decir, que carga el decir de otro sentido y que por su existencia -la permanente, callada pero no sorda, continuidad del silencio- otorga posibilidad de existencia al decir y lo limita en su sentido, es una valoración que está más allá del ejercicio técnico del decir, de su ``siempre posibilidad''. Por supuesto que este límite real de la palabra poética atenta directamente contra la omnipotencia de un lenguaje, el poético, que insólitamente aliado en este siglo al espejismo de la velocidad, olvidó su sustento que es silencio y detención temporal, y cargó todo su efecto en la generación de imágenes visibles -ya que todo se podía decir, todo se podía ver- como intento de creación de ``lugares'' de existencia lingüística en compensación por el acotamiento físico al que el hombre contemporáneo se vio relegado.