La Jornada Semanal, 3 de enero de 1999
1994: Los relojes
El subcomandante Marcos lleva un reloj en cada muñeca. Dice que en uno se marca el tiempo de la guerra y en el otro el de la sociedad civil: cuando ambas horas coincidan, habrá paz, dice. Pero durante la toma de San Cristóbal, el 1¼ de enero, los zapatistas detuvieron el reloj de la catedral. En ese momento, los indios de Chiapas entraban al tiempo del mundo. Pero, tras cinco años de conflicto, el EZLN no es ni una aceleración de la Historia ni la reivindicación del derecho a detenerla. Es más bien la manifestación -que excede, sucesivamente, a sus dirigentes, a sus bases de apoyo, a las formas de hacer política, y a todas sus posibles lecturas- de un malestar cultural profundo: el mundo de la globalización es descomunal -no tiene ninguna dimensión humana- y, ante la ausencia de instrumentos simbólicos para lidiar con su monstruosidad, los hombres tratan de reconstruirse en pequeñas comunidades. No hay motivos para el engaño: cualquier propuesta política es, en el fondo, una fantasía de pertenencia. Pero ¿cuál es el territorio de la pertenencia zapatista? En '94 parecía un lugar ocupable -las fincas ganaderas y los latifundios cafetaleros- como signo de la decisión de los excluidos por entrar al tiempo, y reivindicar el único horizonte común a las 190 nacionalidades con sus 5,100 idiomas distintos: los derechos humanos. Cada uno de esos dos territorios de pertenencia tenía horas distintas y, en medio, los zapatistas encontraron un no-lugar desde el cual hablar. Por eso, a lo largo de casi dos mil días de conflicto, el espacio propio del EZLN parece más un estado de ánimo, un terreno virtual con disposiciones colectivas al sacrificio, a la resistencia, al cambio, una identidad inasible, una comunidad nómada con pendulares inclinaciones a Babel o al silencio. Si alguna, la historia de estos cinco años va del agrarismo tradicional a la penosa construcción de un lugar en el que nadie ha estado, de la ocupación de tierras a la identidad sin territorio definido.
1995: El pasamontañas
El poder necesita de un lugar para ejercer la repartición de la crueldad. Si no lo encuentra, inventa uno. A las ocho de la noche del 8 de febrero de 1995, la Procuraduría detuvo a más de veinte personas en Yanga, Veracruz y en el DF, y el Ejército entró en la zona zapatista para capturar al subcomandante Marcos. De hecho, el poder central creyó tenerlo en sus manos cuando exhibió un rostro sin pasamontañas con un apellido: ``Guillén''. El acta 1125/D/95 da un salto mortal desde la historia de la guerrilla de los setenta hasta el EZLN. Por esa pirueta espacio-temporal se explica por qué personas que recordaban en sus casas los veinte años exactos -en algunos coincidió no sólo el día sino también la hora- de sus desapariciones políticas en julio de 1975, fueran llamadas a declarar de nuevo, sobre la base de una acusación sin acusador. Muchos sintieron que se habían sentado a comer en 1995 y habían hecho la digestión veinte años antes. Y no sólo: dentro de la mala prosa de las ``medias filiaciones'', uno llega a la conclusión de que la mezclilla y un manual de marxismo contienen, después de veinte años, los signos del mal y la ``subversión''. El poder sólo podía reconocer su propia guerra sucia, la de los setenta, sólo podía lidiar con una fotografía de un estudiante barbón que se llamó Guillén hace veinte años. Por una decisión sin fuente definible, el poder central se salió del tiempo.
1996: La letra
Las negociaciones de San Andrés Larráinzar entrañaron una utopía: la justicia debe privar sobre el derecho. En otras palabras, el sentido común de la justicia como equilibrio social, como compensación, hoy se contrapone al derecho como procedimiento legal, en cuya lentitud, complejidad y secretos se fundan todas nuestras sospechas de injusticia. La utopía de la opinión pública es unir la justicia con el derecho y, en ese tiempo sin lugar, lo que importa es que la letra vuelva a juntar lo legítimo y lo legal, lo ético y lo administrativo. Es por ello que los acuerdos se convirtieron en una bandera irreductible del EZLN, coraza y corsé a la vez. Los acuerdos implicaron, además, la enunciación del no-lugar de las comunidades lingüísticas: la autonomía como un espacio donde, además de los derechos individuales, existieran los colectivos; un piso de decisiones que no acarreara con los desprestigios de los otros niveles, el federal y el estatal. Sólo en la letra escrita existen. Es el lugar donde nunca hemos estado.
1997: Los caminos
En los autobuses afuera del bosque del Deportivo Xochimilco de la ciudad de México, una evidencia condensa los vínculos entre la gente que saluda y los zapatistas: en cada ventana del camión hay restos de vómito. Los zapatistas se enfermaron de kilometraje y, ya en la ciudad -subieron el Periférico, esa espina dorsal de metal desde cuya cima se ven los más extravagantes rascacielos-, de espacio. Un zapatista pregunta:
-Pues que no habíamos llegado a la ciudad de México, ¿a dónde nos llevan? -No entiende que todo esto es la ciudad de México, un territorio que hoy es inabarcable de una sola mirada, aunque sea desde un avión. Han luchado contra lo descomunal pero, para derrotarlo, han tenido que transitar sus caminos: Internet, París, ciudad de México. Ya en el trayecto más bien lento hacia el Zócalo, hay miles de apoyadores -saludando desde las ventanas o con los cláxones- y miles más de enojados conductores. Entre millones no hay forma de contar el apoyo real (el Zócalo es una medida para el '68: hoy casi cualquiera lo llena) o si todo el sentido puede contenerse en el comentario de una señora airada:
-Yo estoy igual de jodida y ¿a mí quién me ayuda? Nadie.
Por eso digo que la enfermedad de los zapatistas condensa los vínculos con la muchedumbre: la política ``social'' pasó de ser una buena intención de ``integrar'' a los marginados a una sociedad plena -o de crear a los marginados para contrastarlos con los ``logros de la Revolución mexicana''- para ser una política de apilamiento de moribundos: ``Por ahora, no hay lugar para ustedes en este proyecto, y estarán destinados a emigrar o a morirse aquí'', como dijo, precisamente en Los Altos de Chiapas, un asesor del entonces candidato a la presidencia, en enero de 1988. Una década después, todos estamos en esa tierra de nadie de los excluidos, que no tiene más suelo posible que los dos metros en los que seremos sepultados. No hay más tarea común que sobrevivir y ahí está la tragedia: la competencia en el mundo del mercado es de todo o nada, la paranoia vecinal tiene un rostro étnico, los otros son mis asesinos.
Izquierdistas y derechistas saben que el hombre casi siempre es malo. La diferencia es que la izquierda se concentra en el ``casi''. Ser de izquierda, al final de todo, significa conservar cierta ambigua esperanza en que los demás no son tan malos como parecen, y estar dispuesto a remontar todos los días la cruel demostración de lo contrario.
1998: La última gallina
La matanza de mujeres y niños por la espalda el 22 de diciembre de 1997, dividió en dos a las opinadores, entre los que justificaban toda violencia por una violencia anterior, y los que no se dispusieron a acatar ``lo normal'' como ``lo moral''. Acteal demostró que, si se aminoraran las condiciones de miseria vergonzosa en Chiapas, todavía habría que resolver el problema de fondo. la foto de José Carlo González -la mujer defendiendo la última gallina de X'oyep- devolvió todo a lo esencial: la inutilidad de levantar la voz, ya no para enunciar grandes sueños ni demandas renovadoras, sino simplemente para salvar la propia vida.
En las marchas por Acteal casi desaparecieron los pasamontañas. El mimetismo de los primeros años del conflicto se ha disuelto para dejar ver que es la excepcionalidad de la hazaña lo que nos aleja cada vez más de la inmolación colectiva en el altar de la Patria. Por el contrario, las mujeres que lucharon con sus manos para desalojar a los soldados en X'oyep, fueron percibidas en su debilidad. Nuevamente, su fuerza moral reside en su debilidad física. Y, en cierto sentido oscuro, triunfan como imagen de estos cinco años de zapatismo: son las Pobres que se niegan a ser ayudadas por la mano tendida del poder central. Si algo significa hoy ``resistencia'' es esa imagen de negarse a las promesas para no aceptar, posteriormente, las disculpas. Acaso la propuesta más ``subversiva'' del zapatismo en cinco años ha sido esa: la demostración de que existe un nacionalismo sin patriotas. No la entrega a ``obligaciones superiores'' para con una Patria única, sino el derecho a equivocarse por sí mismos.