La Jornada Semanal, 3 de enero de 1999
Ch. Baudelaire
Dichos populares como el que evoca el título pierden, día con día, vigencia. La cultura electrónica no propicia la existencia de refranes que duren; son tan cambiantes como las cotizaciones en la Bolsa o los anuncios publicitarios. Los dichos que hoy importan están a cargo de los poetas de los grupos musicales que han logrado capturar el interés popular; pero como este es un interés multimedia, no se finca sólo en el texto: la atención la capturan, también, otros medios y así queda repartido entre la música, la figura y los movimientos de cantantes y músicos, así como en lo asombroso de los escenarios efímeros que crean una arquitectura que podemos llamar virtual y que asimismo bien podemos considerar la gran revolución sucesora del funcionalismo.
El funcionalismo fue adoptado, en todo el mundo, como el Nuevo Testamento de la arquitectura. La buena nueva de la industrialización -entendida con inteligencia por la Bauhaus- evangelizó casas, ciudades, fábricas, granjas, mercados, teatros, escuelas, hospitales, pero también se apropió, con avidez de prestamista, de lo funcional como si éste no hubiera existido antes, y de manera ejemplar, en todas las épocas de la arquitectura.
La ``guerra santa'' desatada por el funcionalismo contra los estilos arquitectónico-urbanísticos anteriores a él, produjo una devastación quizá más grave que la proveniente de la segunda guerra mundial; pues a pesar de la crueldad aniquiladora que caracterizó a esta guerra, la posguerra no impidió a las víctimas territoriales de la contienda, que fueron las ciudades, recuperar y mantener en la reconstrucción su memoria cimentada.
En las poblaciones mexicanas la devastación de la bomba ``modernizadora'' fue irremediable porque anuló de entrada la articulación con el pasado; algo semejante, pero en sentido contrario, a lo que postuló el posmodernismo en relación con la continuidad de la modernidad al declarar el fin de la Historia. Funcionalismo y posmodernismo se convierten así en dos tirones -apuntando en direcciones opuestas- cuya aspiración es convertirse en paradigmas arquitectónicos -en el primero y último cuarto del siglo respectivamente.
Hoy vemos con preocupación cómo ``el que a hierro mata, a hierro muere'', pues las obras de indudable valor que produjo el funcionalismo son, a su vez y en nuestro medio, demolidas sin defensa alguna de la cultura. No obstante los desmanes que se cometieron en nombre del funcionalismo, y que produjeron la destrucción silenciosa y apoyada por las autoridades, justificada por el dogmatismo y ejercida por el comercialismo del mercado (deposite aquí, por favor, la ofrenda floral en la tumba de los valores arquitectónico-urbanísticos de la ciudad mexicana que usted más quiera), las obras de mérito producidas por el funcionalismo merecen toda nuestra admiración y respeto para conservarlas como bienes patrimoniales, porque la justicia que en este caso se debe aplicar no es la del ``ojo por ojo'' con la cual nos mutilaríamos, pues las obras arquitectónicas del hombre son de él, para él, con él y no las de un enemigo.
Los apóstoles
La nueva religión arquitectónica representada por el funcionalismo postulaba el monoteísmo de la utilidad frente al paganismo del eclecticismo de lo ornamental y el politeísmo de los regionalismos; el nuevo estilo tuvo muy buenos apóstoles y misioneros, pero muy malos seguidores que confundieron la búsqueda de lo esencial con la eliminación de la expresividad.
La gran aportación a la cultura arquitectónica que hizo el movimiento funcionalista fue la creación de un nuevo vocabulario, pues con los mismos semas de la función arquitectónica: piso-techo-muro-vano, se han formado nuevos vocablos: racionalismo, organicismo, brutalismo, metabolismo, posmodernismo, tardo moderno, minimalismo, deconstructivismo, futurismo, realismo... Pretendidamente heréticas o cismáticas, todas estas corrientes resultan lecturas diferentes del mismo libro sagrado del funcionalismo, pero no han escrito un nuevo libro sagrado. Una vez desvanecido el dogmatismo funcionalista, hoy cada autor hace su propia lectura del libro sagrado del utilitarismo, y cuando ofrece algún destello intelectual, crea seguidores que entran inevitablemente al laberinto del autor sin poder salir de su ámbito. Esta es la condición actual de la arquitectura y quizá sea el camino del futuro: que no haya camino; es decir: la globalización entendida no como un fenómeno de uniformización de dominio comercial, de control de mercados, de sujeción ideológica, y finalmente de características dictatoriales, sino la globalización entendida como el florecimiento de la pluralidad.
El mundo es plural y es global; esta lección de la naturaleza, que tiene en el hombre el ejemplo más cabal, parece que va a presidir los tiempos venideros. La arquitectura ya está de regreso de la globalización que produjo el llamado estilo internacional; de este trance -que ocupó la mayor parte del siglo XX- nos quedan joyas invaluables, pero ninguna seguridad de que el funcionalismo o sus secuencias sean suficiente sustento para la nueva arquitectura que exige la urbanización mundial en proceso. Nunca había existido tal demanda de satisfactores materiales y espirituales. El dinero, que pretende ser el satisfactor total, está produciendo, junto al empobrecimiento de la vida comunitaria, lujos privados del carácter hedonista propio de la decadencia.
La ``masa'' es el fracaso, el desprestigio de lo colectivo, es su perversión, su negación. Remember la vivienda de interés social, las telenovelas, los mítines de acarreados, la programación de los multicinemas, el sindicalismo charro, la Virgen del Metro. La masa es un negocio para el poder político-económico y desde luego para el cuarto poder: los medios de comunicación. El rating es el sistema métrico decepcional que mide ese mundo infame de la masa.
Me refiero a los medios de comunicación porque la arquitectura y el urbanismo son instrumentos de comunicación, pero de una comunicación viva, interactiva, actuante, excitante y efectiva en la doble dirección: del receptor al emisor y viceversa. Elementos no utilizados, en la mayoría de los casos, en estas posibilidades sino en su contraria: la enajenación.
No se trata de esperar un Mesías redentor, un Raúl Velasco de la arquitectura o un Paco Stanley del urbanismo, sino del advenimiento de una colectividad creadora de un universo espiritual y territorial desde ángulos nuevos, el de la participación en los procesos de producción de la ciudad, en primer lugar.
El funcionalismo quiso y -en parte muy poco valiosa- consiguió fragmentar la ciudad en cuatro funciones: vivienda, trabajo, cultura y circulación. La ciudad promovida con esa idea no llegó a darse nunca porque las ciudades no funcionaron con las energías controladas de las máquinas, como supuso el funcionalismo, sino que son organismos vivos movidos por la energía humana. Mediante cirugía mayor se las quiso transformar departamentalizándolas en las cuatro funciones ya mencionadas y arrasando necesariamente con las partes existentes que impedían -y que eran prácticamente- la realización de la ciudad-máquina.
En vez de la ciudad ideal proyectada totalmente y sin margen para lo espontáneo, paradójicamente, lo que se produjo fue la ciudad del azar; lo espontáneo, lo inesperado, la sorpresa, que fueron siempre virtudes ofrecidas por la ciudad, se dieron como aberraciones en ese ordenado mundo funcionalista. El orden siniestro que ofrecen los enormes conjuntos habitacionales nacidos del funcionalismo, en donde no sucede nada fuera de lo señalado por el desalmado proyectista-dictador, es el testimonio más elocuente de la falta de vida, de alma de esa visión castrante del espacio urbano.
El confor(t)mismo
El hedonismo universal y barato que anuncia la publicidad ha propiciado una de las mayores lacras contemporáneas: el conformismo, cuyo origen es el confort; al intentar conseguirlo en la arquitectura, sólo a base de los altísimos presupuestos requeridos por la high tech, y no poder alcanzarlo mediante recursos sofisticados de tecnología, se ha desembocado en el confortmismo, que significa conformarse con lo mediocre, ante la inaccesibilidad de la alta tecnología.
El confortmismo es el sometimiento a los dictados del Mercado. Algo más deplorable aún que la esclavitud; porque el esclavo, por más doblegado que estuviera, siempre tuvo la aspiración a la libertad, en tanto que el confortmista es gozosamente esclavo del falso confort que le ofrecen los productos del Mercado.
La decepción
El Desarrollo Sustentable es una búsqueda frente a ese falso y aberrante confort puntual que ofrece la ciudad inundada de humos industriales y automovilísticos, de alimentos chatarra, del abstracto bienestar social ofrecido por los programas de gobierno, y sobre todo, por la indiferencia ante la aniquilación de la naturaleza. El Desarrollo Sustentable es una toma de conciencia frente a los graves problemas que se han acumulado en el proceso de tecnificación, entendida como la mejor -si no la única- forma de acceder al confort, hablando de las mayorías condicionadas por el mercado y no de minorías con criterios propios. Esas mayorías reconocen en el turismo la única actividad que, aunque sea en mínima parte, provee el confort obtenido por medios naturales como pueden ser un paseo por el bosque o la playa o la natación en los escasos cuerpos de agua naturales que no están contaminados; el confort en todas las demás actividades, el propio turismo incluido, proviene de recursos y satisfactores tecnológicos. Esto no ofrecería ningún inconveniente si las fuentes de energía necesarias para satisfacer con el confort a toda la población mundial fueran suficientes e inagotables, y si las propias de la naturaleza que las proporciona no se vieran amenazadas de extinción. Pero o no hay recursos para toda la humanidad o no sabemos utilizarlos. Entonces hay que inventar.
Pasado el efecto de la asombrosa transformación que produjo el funcionalismo en el mundo de los objetos -desde la ciudad hasta los ceniceros-, sobrevino una decepción, cansancio, aburrimiento o necesidad de superación que condenó a dicho estilo; el verdugo encargado de la ``ejecución'' fue el posmodernismo. La velocidad se había entronizado; si los estilos clásicos habían sido utilizados por siglos, el estilo que los eliminó no alcanzaría ni uno de duración.
Las innumerables maneras de clasificar la arquitectura posterior al funcionalismo no son más que variantes de él, por más innovadoras que pretendan presentarse; todos los ``ismos'' que se han dado a partir del posmodernismo, no son más que el mea culpa del propio funcionalismo o bien su nuevo pecado. En el fondo la redención prometida ahora consiste en el espacio virtual, propuesta que implica la anulación de la importancia del espacio arquitectónico como satisfactor tradicional del bienestar humano, ya que en el espacio virtual (la relación humana, incluida la sexual, se puede establecer a distancia) el trabajo se puede realizar desde la casa habitación situada, respecto del destino de trabajo, a miles de kilómetros.
Algunos arquitectos con capacidad para influir mediante su trabajo en los movimientos contemporáneos, pensaron hacer arte desligándose de los compromisos que tiene el quehacer arquitectónico con la utilidad y la economía. Es decir, quisieron hacer arte sin hacer arquitectura, pero construyendo espacios habitables; produjeron así un híbrido inclasificable, los megaproyectos, que provocaron problemas urbanísticos al destrozar la escala urbana.
Esta situación proviene de la pérdida de importancia del urbanismo como elemento vinculatorio con la arquitectura. Los megaproyectos tienen entre sus mayores defectos el de pretender la refundación de las ciudades; sus autores han llegado a considerarlos como hitos que en el futuro van a ser la expresión de la ciudad y que requerirán ser unidos mediante una infraestructura rectora de todo el conglomerado urbano, supeditando el todo a las partes, que es -también- la condición que impone en otros órdenes de la vida la cultura cibernética, con la yuxtaposición de pequeñas -por ser individuales- significaciones.
Esta desconocida y descosida, desconstruida forma de interacción en la vida humana está asomando apenas; de ella habrá que esperar grandes resultados en el futuro, aunque por el momento ofrezcan confusión, ansiedad, la irresponsabilidad del todo se vale.
La convivencia urbano-arquitectónica de la cibernética ciudad-mundo y de la precibernética ciudad tradicional, se desenvuelve dentro de la teoría del caos. El caos ya no es una palabra descalificatoria, porque al acceder, mediante la cibernética, a un mayor número de laberintos, la amplísima información disponible y su posible conversión en conocimientos ha acercado al arte en general, y por supuesto al arquitectónico-urbano, a una complejidad nunca antes conocida, al caos, ahora entendido como esa energía siempre precedente a la creación y sin la cual ésta no se puede dar.
Tenemos que aprender a vivir en el laberinto -no aspirar a salir de él- porque es tan amplio y tiene tantos niveles que el propósito evasor es ingenuo e inútil. Si el laberinto tiene una dimensión personal, no hay salida, pero como el laberinto múltiple y superpuesto es infinito, en esa dimensión caben las ciudades, los países, las regiones, el planeta...
Se queja de esta realidad quien se ubica en un laberinto diseñado para angustiar a una sola persona, situación ciertamente desesperante, esa es la concepción antigua del laberinto, pero quienes creen en el colectivo social, y se ubican en la ``red'' con la posibilidad de intersectar múltiples opciones, no pueden instalarse en esa quejumbre de que ``las cosas ya no son como eran antes''. Este tipo de conservadores es el que menos hace por la valoración y preservación del pasado, aunque vociferen en todos los foros posibles. También resultan factor de parálisis los lampedusianos que plantean que todo cambie para que las cosas continúen igual. En esta actitud se encuentra la frenética búsqueda de novedades formales en la arquitectura que no recurren a la renovación de los programas, de las nuevas formas de vida colectiva y sólo se aferran a la renovación formal de íconos, pero sin crear primero el símbolo que le da vida a los íconos; con ese proceder estamos inundando el ambiente habitable con un kitsch cibernético. Las baratijas que desde su aparición produjo y produce el plástico tienen, actualmente, su equivalencia en gran parte de la realidad virtual que inunda las pantallas de las computadoras que sustituyeron -con beneficio de espacio, tiempo y costo- a la mesa de dibujo, al dibujante y en muchos casos al arquitecto.
Las profecías
El cambio de siglo -que lo es también de milenio, y en el caso mexicano hasta de sexenio y esperamos que de régimen de gobierno- ofrece muchos estímulos para la renovación. En la antigüedad, los profetas tuvieron éxito en la medida en que entre los receptores de las profecías predominaba la unidad, especialmente de creencias religiosas y de sistemas de vida con escasa o nula movilidad en el curso de varias generaciones. Hoy, los profetas no cuentan en lo más mínimo con esas condiciones; no obstante, existe la tentación de hacer profecías mediante la obra personal considerada como ``revelación''. No hay duda de que una obra de creación es siempre una revelación, pero cuidado: la obra de arte arquitectónica es una revelación y sólo lo es para el sitio donde fue construida, satisfaciendo una necesidad humana (individual o colectiva). Es decir: la arquitectura adivina futuros particulares.
Los arquitectos que pretenden que el mundo se construya con su personal propuesta, son profetas que pueden conseguir encargos o promoverlos, pero al repetirse dejan de profetizar en el campo en que podrían ser proféticos.
Cito para terminar a Francisco Pérez Cortés:
Cada época define las formas de vida que
necesita para comprender e interactuar con la realidad natural, social
e intelectual que tiene enfrente, y hoy tenemos la realidad planetaria
con toda su complejidad. Por eso necesitamos contar con una visión más
compleja, dejar que la anterior visión ocupe su lugar y evitar que
siga siendo el todo de la explicación.
Es preciso cambiar la visión de conjunto de la que partimos. Reconocer
que detrás de esa diversidad reinante existe un orden de tipo caótico
que se organiza desintegrándose.