La Jornada Semanal, 3 de enero de 1999
Primera palabra. La calor de esta fiebre me está matando, estoy en calzoncillos, con náuseas, mareos y frío. Me siento solo. En menos de tres días rebajé hasta los huesos. Mami está conmigo las veinticuatro horas. El sufrimiento más grande que llevaré a la eternidad es el haberla visto sufrir a mi lado, poco a poco. Hace tiempo que se lo dije. ¡Fue fuerte! Cuando le dije que estaba sentenciado a muerte por esta enfermedad tan horrible, mami lloró tanto, que en ese mismo momento ella también empezó a morirse conmigo. Temblando, me abrazó diciéndome que nunca me abandonaría, que siempre estaría conmigo, y a mí se me formó un nudo aquí, aquí, que no pude terminar el jugo de Tang que mami me había preparado. Mi padre, surprise!, no pudo con la noticia. Se le hizo bien difícil bregar con la situación. El nunca ha sido un hombre de palabras. Los únicos sentimientos que papi ha tenido en su vida han sido los de mami. Desde que estoy recluido no me ha venido a ver. Mami viene siempre sola en la línea. A papi lo único que le preocupa es ``el qué dirán'' de sus amigos. Dice que no viene a verme porque no aguanta la peste del Centro Médico. Pero ya yo le di pichón al asunto. No le hago caso. Peores cosas me han hecho en la vida. Además, como dice la Biblia, hay que perdonar a tutiri-mundi.
Segunda palabra. Poco a poco fui diciéndole a mis amigos, nadie podía creerlo. Unos me rechazaron, otros no me creyeron, otros lo suprimieron, pero cuando se lo dije a Maggie, mi gran amiga, consejera y casi hermana -¡puuuuta... como ella sola!, pero con un corazón tremendo-, se puso mala de los nervios y empezó a llorar, que qué se iba a hacer después de que me muriera, porque la única persona que ella tenía en este mundo era a mí y a mami, porque mami acepta a todas mis amistades. Maggie me dijo que tenía miedo, que no podía creer en un Dios que me tratara de esa manera porque, según ella, yo era la última Coca-Cola en el desierto y ella era la mala y no podía creer que Dios me hiciera esto a mí. Que yo era el único hombre a quien ella había querido de verdad, más que un hermano para ella. Solía decirme que los hombres sólo veían en ella un par de tetas andantes, que los hombres no valían nada. Le dije que no se preocupara, que ella siempre iba a estar conmigo, que yo siempre, me iba a quedar con ella, que yo iba a ser su angelito de la guarda, siempre, siempre y que mi alma y mi espíritu se quedarían eternamente en el paraíso de su alma.
Tercera palabra. Mami, si supieras cuánto te adoro. Que el peor castigo que me ha dado la vida no ha sido esta muerte que me ha caído encima, sino el verte a ti morir en vida, lentamente, a mi lado, madre querida, y no haber podido compartir mi vida contigo ni saber qué será de ti cuando ya yo no esté. Ayer vino Johnny a verme y le pedí de favor que se encargara de ti. Se lo tuve que escribir en una libreta porque me dolía tanto la garganta. No fue la batida sino el perfume que Johnny traía puesto lo que me revolcó el estómago. El me prometió, me juró que te cuidaría. Yo empecé a vomitar, Johnny me aguantó con una mano el balde y con otra mi cabeza, y ahí mismo me cagué encima y él me limpió llorando y jurándome, con las manos llenas de caca y por lo tanto más santo, que no me preocupara por ti.
Cuarta palabra. ¿Por qué me has desamparado?
Quinta palabra. Aquí estoy clavado con jeringuillas y crucificado con suero en esta cama, con un patate en el costado por donde me meten hasta vinagre, con tubos por boca y nariz, sin sábanas porque aquí en el Centro Médico de Mayagüez sólo dan un par de sábanas al día y ya yo cagué el par que me tocaba, con un frío tremendo y tengo ganas de tomar jugo de china y le dije a Maggie que tengo sed. Como no puedo tragar, Maggie me pasó un límbel de china por mis labios apestosos y secos, amarillos y llenos de costras, pa' que se me quitaran las ganas y con papel de inodoro me limpió la boca. Maggie, amiga de mi alma y gran bondad, qué iba yo a pensar que tú, la más fuerte de Dulces Labios, la fácil, la divorciada, la tremenda, la loca, fueses la única de mis amigas que se ha quedado cuidándome hasta el último momento. Y desde que quedé ciego me paso las horas muertas recordando todas las noches que bailé contigo y aquel merengue que nos gustaba tanto: ``Olvídate de tus penas. Oye, abre tus ojos, mira hacia arriba, disfruta las cosas buenas que te da la vida...'' Y cada vez que bailo contigo en mi memoria se me aguan los párpados, y tú respondes a mis lágrimas y me las secas con la suavidad de tus dedos, como si todavía estuvieses respondiendo a mis vueltas en la pista de mis ojos.
Sexta palabra. Maggie, con gafas y en tacos, vestida de pantalón negro y blusa color rojo vivo, vino a verme esta tarde. Ya yo no hablo, tengo hipo, pero escucho. ``Déjenme sola con él porque voy a bañarlo'', escuché que le dijo a todos. Se puso los guantes de fregar que mami compró en Pueblo, preparó el agua con jabón, y empezó a bañarme. Mientras recorría lentamente mi piel pegada a mis huesos me dijo con voz temblorosa: ``Tienes que irte... Es okay que te mueras, papito... Tienes que desencarnarte... Una espiritista en París me dijo que te tengo que dejar ir... Loqui, te dejo morir... Tu espíritu está demasiado arraigado, demasiado apegado a nosotros y por eso no te acabas de morir... Ya no tienes más nada que hacer en este planeta. Todo ha terminado... Loqui, desencárnate...'' Y mientras escurría la toallita la escuchaba llorando. Es que tampoco puedo creer que todo se me haya ido tan rápido, que todo fue tan corto, y que sólo me queda esperar lentamente la llegada de mi último suspiro, y que quiero seguir viviendo, quiero ver y reír, bailar y comer. Que aunque no tengo hijos, me gustaría ver crecer al bebé de Maggie. Porque esta vida, esta vida es tan linda, y esta enfermedad me la ha arrancado de cuajo y se la ha quitado también a los vivos que me quieren.
Séptima palabra. Acabanda, quía banda, saca banda, urrrabababababababaganda, mía canda, acaba ya, cabasanda, quía banda, ay quía banda, sacabanda, quita culabanda, mai quía...