La Jornada Semanal, 3 de enero de 1999
Pasan ocho pájaros, grandes. Tordos o zanates mientras el sol
anaranjado ya se pone. Ocho pájaros que yo quisiera nueve. Los
conté. Hace unos minutos parecía que iba a llover. Pero no, el viento
se llevó las nubes hacia el poniente y por debajo apareció el sol
anaranjado, los pájaros. Los conté, son ocho y no como yo quisiera
nueve, el Número. La naturaleza no simula. Suma, resta. Hace unos
minutos parecía. Hace unos minutos mi madre estaba viva. A la resta
habrá que sumarle su ausencia. El sol se pone, qué resta. La noche es
lo que resta. Tordos o zanates suman ocho y no como yo quisiera,
nueve.
Alonso tiene cinco años. Desde ahí me dice que la palmera junto a la
que juega es más alta que el edificio de espejos al otro lado de la
avenida. ``Es la torre más alta de Guadalajara'', recuerdo que me
dijeron y le digo. Desde sus cinco Alonso me mira, y a la palmera y a
los espejos. No sé si me cree, no le pregunto. Tampoco le pregunté a
mi madre si sabía que se estaba muriendo. Hace ya muchos meses que
terminaron la torre y sigue vacía. Sus vidrios son como espejos que la
protegen del otro vacío, el de afuera. A veces los lavan. Alonso juega
junto a la palmera.
La ventana se cerró de golpe. Afuera todo el cielo era nubes, grises,
viento. Una muchacha con un vestido rojo avanzaba por la avenida,
frente a las jardineras. No había nadie más, ella avanzaba de sur a
norte, entre ráfagas de viento con su vestido rojo y una bolsa negra
colgándole del hombro. Entre cielo y suelo. Mi madre, que murió de
cáncer, era Leo. No tarda en llover y va a mojarse, pensé. El cabello
negro y lacio atado con una cinta blanca. Mi madre, que era solar y
abierta, murió de un cáncer oculto tras el páncreas. Murió de algo
oculto, en la entraña. No había más, ella avanzaba. Y los zapatos
blancos.
Escribir o caminar sobre el agua. De niño yo tenía muy clara la imagen
de ese milagro: caminar sobre el agua. Todo era milagro para el niño
que se deslizaba en la alfombra del persa. Lo intentaba en la alberca
y caía hasta el fondo. Tal vez el fondo me llamaba, tal vez no había
lugar para mí en la superficie, ni en el milagro. Yo intentaba. De
pronto, una sola vez, durante un solo instante... Y sin testigos,
tampoco hubo las voces llamándole en la barca. En el fondo sí. En el
fondo mi madre, antes de morir, cantaba.
Lo que mi madre cantaba no se puede decir. No era un decir, era un
oír. Su voz venía del fondo y me devolvía a la superficie. La voz de
mi madre me mostraba un camino hacia la respiración. Entre dos aguas,
lejos del fondo y lejos todavía de la superficie, en el puro goce del
naufragio. Más allá del agua yo me hundía en su voz para respirar de
nuevo. Ahora creo saber que el milagro es otro: no un paso
sobre el agua, sino el paso entre las aguas. Y como
aquello que mi madre cantaba no se puede decir, escribo.